Intentos literarios
 
Mudanza



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Nos vemos allá.


 
 
Filología Botánica

A todos les parece verosímil la imagen de un helecho estirando sus ramas, enrollándolas en una birome y dibujando algunos caracteres borrosos: no tienen razón para desconfiar de aquel investigador con su propia silla, su propio micrófono y bata blanca.

—Y modificando este gen, esta partícula del alma de la planta, lo logramos, señores. Voy a abandonar mi léxico científico por un momento para permitirme una pequeña digresión: ¡por fin, carajo!

Algunas risas, y dos o tres aplausos apagados.

—El sobre que tengo en mis manos es el resultado de años de investigación, de noches preguntándonos si valía la pena, si a alguien le importaba lo que las plantas tuvieran para decir. Por fin logramos que un miembro del taxón Pterophyta pueda comunicarse a través de la escritura. Me da escalofríos decirlo: el papel que tengo en las manos contiene las primeras declaraciones de nuestra planta, el primer mensaje del reino vegetal para la humanidad.

Busca, sonriente, el calor de algún flash.

—¿Necesito explicar la importancia de este momento?

No hace falta: cada televidente, cada persona en el auditorio puede imaginar el esfuerzo del helecho, la concentración inigualable de la planta que escribe por primera vez en su historia, en la historia. A nadie le cuesta pensarla exhausta, achicharrada en su maceta, jadeando sin lengua ni pulmones. Todos son, a la vez, lingüistas, genetistas, biólogos y periodistas especializados. Y disfrutan como si entendieran.

—Ni siquiera yo conozco el contenido del texto. Hace apenas unos minutos los expertos terminaron de descifrar el manuscrito original; si bien pudimos darle a la planta la posibilidad de comunicarse, todo ese asunto de la coherencia, la cohesión y la estructura propia de lo literario aún se le escapa. El aspecto estético, estilístico, no parece depender de la genética. Nada grave, por supuesto.

Medio bostezo del único infante en el auditorio, y tres cuartos de mirada furiosa de una de las muchas madres.

—El texto fue ligeramente retocado, recortado y adornado con algunas frases para facilitar nuestra comprensión. Los caracteres originales, si les interesan, estarán en páginas laminadas de mi libro. Con eso en mente, presten atención.

El locutor contratado aclara su voz, intentando encontrar su mejor entonación de helecho, se concentra, aspira profundo, y arranca:

A todo lo Humano:

No voy a extenderme; no tengo ningún secreto para revelar, ni pienso regañarlos por el tema del calentamiento global. Voy a aprovechar el poco control que tengo sobre la escritura para comentar un asunto que a ustedes les parecerá mínimo, nimio, pero que para el reino vegetal es de vida o muerte. Se los pido en nombre de todos mis hermanos sin voz ni tinta: cuando caminen por las calles y pisen alguna porquería de mamífero, por favor, se los rogamos, hagan el esfuerzo, al menos intenten, no limpiarse contra nosotros. No podemos esquivarlos.

Muchas gracias.

Algunos tosen para quebrar el silencio incómodo, otros buscan el control remoto para cambiar el canal, pero todos miran, por igual y de reojo, las suelas de sus zapatos.

Y, ahora sí, el calor de los flashes.

 
 
Dillesco

Cuatro baldosas horribles contrastan en el piso de la sala en que lo hacen esperar, cada una intentando representar las estaciones. Parecen mucho más antiguas que la clínica; eso, o son tan falsas como el escote de la recepcionista, que lo mira relamiéndose desde que pasó por la puerta. Veinte minutitos, nomás, le dijo, sonriendo, apretando los brazos contra sus costados. Él mueve los dedos dentro de sus zapatos, silba una melodía cualquiera, y al mirar el techo se sorprende por la comodidad del sillón: si no fuera por lo rojo de sus cuentas, se olvidaría de la entrevista y dormiría una buena siesta. Con ella.

Un doctor de anteojos enormes irrumpe e intenta impresionar con una gravedad que no le pertenece.

—¿Quiénes están para la entrevista? Levántense, síganme.

Sobra el plural: solo él respondió al aviso del diario. Deja una marca en el sillón que probablemente extrañe cuando se acueste, y apura para seguirle el paso. Se presenta:

—Buenas tardes, señor, creo que soy el único aspirante.

—¿Uno solo? Tremendas opciones las nuestras... acompáñeme hasta mi oficina.

Y sigue caminando con la seriedad que implican ambas manos detrás de la espalda.

El pasillo y su alfombra azul parecen interminables. Mientras esquiva algunos chicles pegoteados, no puede creer lo que ve en las ventanas: en el primer cuarto, dos médicos disfrazados de lagartos persiguen una paciente, que llora y se defiende con un palo de goma; en el de enfrente, un niño grita a oscuras, pidiendo que por favor no, que cosquillas no, que se va a portar bien y no lo va a hacer de nuevo; en el último antes de llegar, una enfermera corre con un zapato gigante a otro paciente, que intenta en vano atarle los cordones y huir al mismo tiempo. Nunca vio nada igual: lo más extraño que recuerda es un viejo, en un manicomio, que estaba seguro que el edificio planeaba comérselo. El otro camina mirando hacia delante, acostumbrado detrás de sus lentes.

La alfombra continúa dentro de la oficina, excepto por algunos pedazos que parecen arrancados. Se excusa:

—Lindos tijeretazos, ¿eh? La semana que viene los arreglan… todo sea por satisfacer las necesidades de nuestros clientes.

Y lo invita a sentarse en una silla mucho más incómoda que la suya.

—Felicitaciones. El trabajo es suyo.

—¿Qué? ¿Cómo? ¿Y la entrevista?

—No tiene sentido hacerla si se presenta un solo aspirante, ¿no le parece? Así nos ahorramos un buen tiempo... este tipo de cosas me aburren muchísimo. Además, estoy seguro de que está sobrecalificado.

—Pero… ¿no va a preguntarme por mis estudios, mis títulos, mi experiencia pasada? Traje un currículum.

—¡Un currículum! Bueno, a ver, cuénteme, detalle la variedad de excepcionales y distinguidos títulos que ostenta. Eso sí, espero que no tenga muchas pretensiones: la única oficina la tengo yo, y mis paredes están repletas.

El fastidio le inunda la cara mientras escucha cada materia, cada promedio y cada carta de recomendación del futuro empleado. Reflexiona sobre su cena, que si pollo o milanesas, si sopa o puré, y lo interrumpe al quinto año de residencia. Empanadas, finalmente.

—Hasta allí está bien. Déjeme darle un consejo, joven… olvídese de todo lo que aprendió en la universidad. Aquí, en la vida real, no le va a servir de nada.

Miles de libros, fotocopias, resaltadores gastados, pastillas y tazas de café se le derrumban mentalmente. Tartamudea, tropieza, y hace lo posible por justificar su última década de vida.

—S-Señor, estoy seguro de que mis años de estudio pueden serles útiles: me entrenaron para manejar situaciones delicadas, de crisis. Ya conoce el dicho, el saber no ocupa…

—No lo conozco. ¿Tiene alguna idea de qué clase de clínica es esta? ¿Tuvo prácticas con clínicas del sueño, por ejemplo?

—Ah, sí, ¡claro! Una de las materias de la carrera cubre esa área. Muy interesante, la verdad, de las que más disfruté aprobar. Durante algunos cuatrimestres pensé en especializarme…

—Nosotros somos todo lo contrario. Los únicos del campo.

—¿Una clínica que estudia el cuerpo humano despierto? Eso no suena muy original, si me permite decirlo.

—No, no sea ridículo, como vamos a dedicarnos a eso. Investigamos las pesadillas, no los sueños, y los métodos para extirparlas.

—Pero… pero las pesadillas son sueños.

—Sí, es cierto, pero decirlo de mi forma tiene cierta… cierto enganche; piénselo, y no se le va a ocurrir una mejor descripción. Hasta parece científica, médica.

—Puede ser.

Rojas, sangrientas, rojísimas, las cuentas.

—¡Es! Somos los únicos que nos preocupamos por curar trastornos pesadillescos, por ofrecer a los pacientes una especie de catarsis, de desahogo, de revancha contra sus terrores. No hay otra rama de la medicina que se ocupe de estas cuestiones.

—¿Y la psicología? ¿Los psiquiatras?

—¡Bah! Puras fantasías, esas. ¡Como si pudieran curarse enfermedades hablando! ¿Se da cuenta de lo tonto que suena? Son charlatanes, simplemente, charlatanes que cobran por hora... es la estafa perfecta. Nuestro enfoque es más directo, más efectivo, e igual de costoso: los pacientes con pesadillas crónicas se registran en la clínica, se internan cuando lo creen necesario, y nos encargamos de extirpárselas.

—¿De qué forma?

—Bueno, eso puede variar. Usualmente, el personal a cargo reproduce la pesadilla en cada mínimo detalle para que el paciente pueda vencerla y sacarla de su sistema. Así de fácil, e infalible: no hay paciente que salga del edificio con más terrores que los que trajo. Estarán internados meses más, semanas menos, pero finalmente lo logran, y vuelven felices a sus camas.

—Hasta que sufren una recaída.

—Ya conocerá el placer de escuchar nacer una nueva pesadilla en la noche. No tiene igual.

Y lo obliga con un apretón de manos a preguntar cuándo comienzan sus nuevas funciones.

—¿Cómo que cuándo empieza? Este es su primer día, compañero. Vamos, no haga esperar a su cliente.

No lo hace, y ni bien cierra la puerta del cuarto asignado, un sentimiento de angustia sube y lo atraganta. Jamás, en sus años de estudio, de prácticas, de crisis, imaginó que su carrera comenzaría dentro de un traje acolchado de banana. Su paciente, una vieja gordísima, del otro lado de la sala, reacciona al verlo entrar: toma su batidora y la enciende al máximo, estirándose como loca para alcanzar su terror.

—¡Puré, puré, puré!

Pero no llega. La vista de la mujer desenfrenada, de la gorda viejísima gritando con una batidora eléctrica y estirándose con todas sus fuerzas para reducirlo a puré lo despierta, le diluye la angustia. Agitado, se refugia en un rincón del cuarto, justo detrás de la ventana, a salvo por la longitud del cable que sale del electrodoméstico. Al personal clínico no le proveen métodos defensivos, a menos que la situación pesadillesca lo requiera.

—¿Buenos licuados, rica en potasio? ¡Já, puré!

Con sus clientes, la clínica es generosa: están allí para curarse, para lograr vencer sus temores y dejar lugar a otros nuevos. Un conveniente cable de alargue cae de un agujero del techo y permite continuar con el proceso de extirpación. Su pánico, su sudor dentro del traje acolchado es indescriptible.

—Ahora no sos tan valiente, ¿eh? ¿Te gusta el puré, te gusta?

Relajada por el alargue, la gorda gordísima camina hacia el rincón, alternando la velocidad de la batidora como una motosierra. Arrastra los pies, mirando hacia abajo, susurrando el destino de la fruta gigante que tantas veces la persiguió y devoró en sueños. Disfruta cada paso de su revancha. La banana, por su parte, corre en círculos, desesperada por la idea de su carne magullada y batida hasta puré.

—¿Cómo que no? ¡Si a mi me encanta!

Y esquivando la escasa movilidad de la vieja viejísima, corre hasta la puerta e intenta abrirla: gira, golpea, patea, putea, y no cede. Del otro lado, con un reflejo amarillo en los lentes, el único empleado con derecho a oficina sonríe al hacer sonar su manojo de llaves plateadas.

 
 
Poética empalagante

Parecen ingenieros, con sus cascos amarillos y sus batas impecables, planeando grandes máquinas, edificios completos, puentes de metal. Pero no. Ni cerca. Son los responsables, los odiados, los temidos: los inspectores de sanidad. Examinan cada hueco, cada tuerca, con ansias clausurantes. Les arde su faja de etiquetas rojas, les quema en los cinturones con cada paso que hacen codo a codo, casi agarrados de las manos: un pelo retorcido alcanza para desenvainar las biromes. Disfrutan su trabajo, y sobre todo cuando visitan fábricas de chocolate.

El empleado, por más entrenamiento y recomendaciones aprendidas de memoria, suda y mancha íntegra su camisa celeste al guiar las instalaciones. Se derrite, chorrea mientras caminan frente a esa puerta cerrada, la única prohibida de todo el lugar. Intenta excusarse:

—Disculpen, señores, pero esta sección del establecimiento está siendo rediseñada, y no pudimos ponerla a punto para su examen. Seguro comprenderán que continuemos el recorrido en la dirección contraria.

El más experimentado, el de las canas, da un paso adelante. Los otros seis parecen uno solo, exceptuando la de los zapatos de mujer. Le gruñe:

—¿Usted tiene una idea aproximada de la cantidad de excusas que escuchamos en nuestras horas de trabajo? Las conocemos todas: que refacciones, que reorganización, que imprevisto, que ratas en tratamiento, que cucarachas desinfectadas… no nos venga con explicaciones baratas. Ahórrese los argumentos, y abra la puerta. No hay nada allí que pueda sorprendernos.

El otro, más que chorrear, salpica. Suena cada uno de sus dedos luego de entregar la llave, y se sienta en el piso sucio, frotándose el índice dolorido, mientras abren la puerta.

Quedan petrificados. No pueden reaccionar. Sus batas blancas no se mueven ni un centímetro. Veinte monos con vinchas verdes, cada uno en un cubículo y con una máquina de escribir enfrente, tipean sin parar: de vez en cuando emiten algún sonido característico o muestran la totalidad de su dentadura, pero el resto del tiempo se dedican a apretar las teclas, arreglar el desfase del rodillo, recargar papel o corregir con pintura blanca. Todos tienen una pila de hojas a su lado, repletas de lo que parecen oraciones. Nada los distrae. Nadie los molesta. Y parecen disfrutarlo.

El guía intenta levantarse, casi temblando, para notificar la falla en su misión. Lo interceptan, lo canosan:

—¿Rediseño, eh?

—Señor, le aseguro que tenemos una explicación para esta sala, una muy buena… y perfectamente racional. ¿Escuchó hablar alguna vez del teorema de los infinitos monos?

Ellos ya tienen sus etiquetas despegadas y listas para clausurar.

—Todavía nos quedan varios establecimientos por visitar. No tenemos tiempo para escuchar sus delirios… admita el error para que podamos seguir con nuestro trabajo.

—Espere, escúchenme. No es un delirio. El teorema es simple: afirma que un mono presionando teclas al azar escribirá, casi seguramente, si le dan su tiempo, todas las obras de Shakespeare.

—…de Shakespeare.

—Por supuesto: es lógico. En realidad, puede ser Shakespeare, como Sartre, Saki… el que quieran.

—¿Los monos solo escriben obras de autores con apellidos que empiezan con S? ¿Qué clase de teoría es esa?

—¡No! No es el autor lo que importa, nunca lo es. Los monos pueden reescribir cualquier libro, si el tiempo no es un problema. Eso es lo que investigamos en esta área de la fábrica. ¿Conoce nuestros chocolates en forma de corazón?

—Sí, rellenos de algo parecido al maní. Traen esos poemas tan útiles.

—Exacto. Lo que ven ahí dentro es nuestro último avance en la tercerización de versos. Verán, los artistas encargados de escribirlos se han vuelto un poco… pretenciosos. Por la inmensa distribución de sus creaciones, se creen importantes, autores respetados, los más grandes best-sellers del momento. ¡Y exigen cobrar acorde a ello! ¿Pueden creerlo? ¡Como si tuvieran algún derecho! Los monos van a demostrarles qué fácil es reemplazarlos.

—Déjeme ver si entendí bien… ¿me está diciendo que la solución perfectamente racional que implementaron fue la de entrenar veinte monos, encerrarlos en cubículos y obligarlos a tipear todo el día para que eventualmente escriban versos aceptables al azar?

—¡Claro! ¿No es genial? Casi no se quejan, y tenemos un jugoso convenio con la industria bananera. La diferencia entre los versos originales y los de los primates es mínima, y en algunos casos la calidad es superior.

El canoso cierra despacio la puerta y se quita con cuidado los anteojos, empañándolos con su aliento, limpiándolos con la manga de su bata blanca. Medita con una mano en el mentón, haciendo honor a su apariencia de ingeniero, apenas mordiendo su comisura izquierda. Los demás esperan ansiosos, y el empleado simplemente desespera. Cinco minutos, hasta que por fin quiebra el silencio.

—Imagino que están vacunados.

Y el guía sonríe aliviado, suspirando un por supuesto.

 
 
Neoplasia

El vehículo en que viajan no podría considerarse una ambulancia: no contiene camillas, medicamentos, equipos de alta complejidad o siquiera pacientes; sería más adecuado llamarlo camión de escombros. Sus pasajeros tampoco podrían decirse médicos, y mucho menos doctores; son albañiles especializados, o como máximo oncólogos urbanos. A ellos no les importa la falta de prestigio o el poco reconocimiento social: son los únicos que saben hacer el trabajo, y tienen el monopolio del rubro, con todos los clientes potenciales en sus bolsillos. La única desventaja es la cantidad de agendas que deben comprar mensualmente.

Viajan, entonces, tranquilos, hablando, como siempre, de lo único que conocen. Ríen:

—Me llamó, la tonta, preocupadísima, gritándome en el teléfono que su departamento empezaba a rechazarse a sí mismo, que finalmente había sucedido, y que su vida de mierda tenía la culpa. Lloraba, la pobre, horrorizada, rogándome que fuera a ayudarla, que no tenía mucho, pero que en cuotas podría pagarme. Le dije que no, claro, que no le cobraría, y que se quedara tranquila, que todo es extirpable.

—¿Y se calmó?

—Ni un poco. Estaba como loca, no había forma.

—Mujeres…

—Esas mismas. Bueno, fui corriendo a su casa, algo asustado por la intensidad de sus gritos… podía escucharlos a tres cuadras del lugar. Y a que no te imaginás lo que encontré adentro.

—¿Muy grave? ¿Metástasis?

El conductor se relame antes de soltar el remate de su anécdota. Espera uno, dos, tres segundos:

—Nada de eso: humedad.

—¡Humedad!

—Sí, nuestra vieja y querida humedad. Se había roto un caño en el piso de arriba, o algo por el estilo, y el techo estaba muy hinchado. Marrón, viste, amenazante. Parecía que iba a explotar. Hubieras visto su expresión… por supuesto que no pude evitar reírmele en la cara.

Y ellos tampoco, hasta que llegan al primer destino del día.

El edificio afectado es lo suficientemente arquetípico como para considerarlo cárcel. Apenas bajan del camión los recibe uno de los guardias, nervioso por la idea de permitir la entrada de hombres armados con taladros neumáticos y picos a su querido establecimiento. Según el protocolo carcelario, la mejor forma de imponerse ante extraños peligrosos es manejarse con frases interrogativas: fiel a su sumisión institucional, será él quien hará las preguntas, y sólo él. Aunque tenga que hacer un esfuerzo descomunal por hablar de esa forma, aunque quede exhausto por el resto del día, es la única opción que puede imaginar.

—¿Son ustedes los oncólogos que llamamos hace más de un mes?

Ellos se alternan según su humor: el más simpático se encarga de la discusión insignificante, el poco paciente de la recaudación. El conductor no puede parar de sonreír, por lo que tiene que hacerse cargo.

—Claro. Los únicos.

No hay nada que les interese menos que contrariar empleadores, y mucho menos empleadores armados. Estiran y estrechan las manos.

—¿Les parece perfecto si recorremos las instalaciones y el área afectada?

—Nos parece perfecto.

El interior es igual de cliché: una edificación pentagonal atravesada por cinco pasillos que convergen en un patio central sin techo. Cada pabellón clasifica a los inquilinos de acuerdo a su nivel de agresividad hacia los guardias: que orinan, que escupen, que muerden, que gritan y que acuchillan. La mayoría rota según su actitud diaria. Los invitados siempre caminan entre el que muerden y que gritan, por cuestiones de higiene y sobre todo de integridad física.

—¿Les parece excelente nuestro sistema de clasificación carcelaria?

—Nos parece excelente.

—¿Y el verde de las paredes?

—Impecable.

Y siguen caminando entre gritos y mordiscos. El tumor descansa en medio del patio central, imponente, bañado en sol. Una mezcla de concreto, vigas de acero, pintura verde y madera se asoma del piso, como intentado salir y librarse de la función que le obligaron sostener. Es una masa deforme, retorcida, cada tanto latente: toda una obra de arte. Ellos se aproximan, cierran la zona con cintas de no-pasar y comienzan su trabajo. El primer paso es aflojarlo: pican y martillan neumáticamente los bordes, separando el material rebelde del resto adecuado. Cavan una fosa alrededor de la anomalía, y proceden a dinamitarla sin mucha pompa, con una mezcla controlada y sin embargo ruidosa. El resultado son escombros que vuelan, chocan y rompen, y presos que aúllan por el espectáculo y las posibilidades tunelísticas que les ofrece. Nuevo material, dócil y preparado para la ocasión, se encarga de llenar el hueco infame y de esfumar las ansias presidiarias. El pabellón que escupen hace honor a su nombre, seguido por el que gritan; que orinan ya no tiene municiones. Llevan los pedazos de madera chamuscada y cascotes en carretilla hasta el camión, y viaje a viaje el patio vuelve a ser el de antes: apenas una diferencia de color entre las baldosas recuerda el incidente.

Se miran, se dicen:

—Demasiado fácil. ¿Metástasis?

—Estadio III: seguro.

Y tienen razón. En el pabellón que acuchillan, otro tumor late bajo la cama de, por supuesto, un asesino sangriento, despiadado, horrible. Por cuestiones protocolares, deben mantenerlo allí, atado, mientras trabajan. Cuando se entera de la situación, su usual cara de maníaco acuchillante cambia por la de niño asustado: hipocondría. Pegado a la pared, pregunta:

—¡Eh! ¡Doctores! ¿Esto no es contagioso, no? ¿Debería preocuparme? ¿Afecta los ladrillos y esas cosas, nomás?

Les hacen señas de no responderle, pero no son necesarias. Ellos conocen de memoria las desventajas de su trabajo, y lo inestables que pueden ser las personas afectadas; abandonaron la empatía años atrás. El otro, lastimándose las muñecas, postulándose para el pabellón que gritan:

—¡A ustedes les hablo! ¡No se hagan los sordos! Hace tiempo me apareció este bulto en un costado, ¿no pueden fijarse, ya que están? No lo vi crecer mucho, pero vieron, uno se preocupa, no vaya a ser cosa de que me muera antes que me ejecuten. Me dijeron que no duele mucho eso de las inyecciones.

Nada. Sigue y deja al niño de lado:

—¡Es apenas una miradita! ¡Con eso me dejan tranquilo! ¿O no saben quién soy, o quieren conocer mi cuchillo?

Y el protocolo lo calma a palazos.

El procedimiento para remover la nueva masa deforme de concreto y ladrillos es similar al anterior: ablandar el área afectada picando y taladrando, cavar una fosa, remover los escombros y rellenar con nuevo material dócil. Nada complicado. Lógicamente, les prohíben la dinamita. Sacuden el polvo de sus mamelucos, limpian los picos y taladros, y se van. No les interesa buscar más zonas infectadas: en el mejor de los casos, el tumor crecerá nueva y vigorosamente, y tendrán trabajo de sobra.

Afuera, apoyado en la ventanilla del conductor, otro guardia pregunta:

—¿Hace falta que les agradezca en nombre de las institución por un trabajo bien hecho?

—No hace falta.

E intenta comprender el fenómeno:

—¿Hay algo que podamos hacer para prevenir nuevos brotes?

—Nada, señor. Es simplemente una reacción natural de los materiales que forman el edificio: se niegan a cumplir una función que detestan. Nada más. Invertir en medidas preventivas sería una pérdida de tiempo y de dinero. Si aparecen nuevas zonas afectadas, créanos, aquí estaremos.

Y con eso, acelera. A su derecha, siguiendo con el dedo la próxima parada de la tercera agenda del mes, el acompañante suspira y se aburre por la rutina: otra vez una iglesia.

 
 
Abulia

Rascándose el mentón, incómodo por una úlcera gástrica, piensa y dormita en el despacho de su ciudad privada. El humo blanco de la fumata ya se disipó, las multitudes ensordecedoras abandonaron la plaza hace tiempo, la cantidad de bebés a besar disminuye drásticamente con los días, y cada vez le cuesta más ocultar su desconocimiento del latín. Y se aburre. Después de los festejos, de las bienvenidas, de las reverencias de soldados suizos con penachos, ya no le queda nada para hacer. Excepto sentarse en su despacho, el más lindo, el que da al patio con esas flores bellísimas, y pensar con su mentón en la mano. Eso, y la esporádica y entendible visita al baño en suite.

Como cualquier nuevo Jefe designado, imagina la cantidad enorme de personas que podría irritar con su flamante poder. Se pregunta:

¿Y si declaro que sólo las mujeres pueden ordenarse? ¿Y si financio una empresa de anticonceptivos ineficaces? ¿Y si inauguro unas nuevas cruzadas? ¿Y si mando a izar una bandera de la URSS en la plaza central? ¿Y qué tal si...

Pero se hastía por adelantado de las kilométricas críticas y pataleos que recibiría de esos diarios que tanto le recomendaron esquivar. Reflexiona también sobre la comodidad de los dhoti budistas y de posibles cambios de moda en la Jefatura, hasta que por fin se le ocurre cómo ocupar su tiempo. Con la determinación avasallante que sienten los jefes aburridos al encontrar algo para hacer, manda a llamar a su secretario. A los cinco minutos, unas manos expectantes abren la puerta de su despacho.

—Buenas tardes, señor, ¿llamaba?

—Sí, quería preguntarle sobre algunas cuestiones administrativas.

—Claro, ¡no hay problema! Puede consultarme cualquier cosa. Muchos de los Jefes anteriores compartieron sus confidencias con sus asistentes.

—Qué peculiar. No estaba enterado.

—Ah, ¡sí, sí! El secretario anterior, por ejemplo, fue el primero en conocer aquel sórdido amorío con...

—Voy a tenerlo en cuenta. Pero volvamos a esas cuestiones administrativas.

—Volvamos, volvamos, por favor.

—¿Cuánta verdad hay en el mito del oro que tiene almacenado nuestra Organización?

La expectación muta en nerviosismo. Traga saliva y se sienta, en parte para ocultar el ruido de sus rodillas bajo la sotana, en parte para que no pueda echarlo tan fácilmente.

—¿Cómo? ¿No lo sabe? Señor, usted debería ser el mejor informado de estos asuntos financieros.

—Por eso mismo le pregunto. De algún lugar tengo que enterarme. ¿Cuánto hay?

—¿Cuánto hay?

—Claro, cuánto hay. Oro, hombre, lingotes, joyas, piedras, esas cosas.

El nerviosismo muta en terror. Intenta aprovechar el tiempo para construir la próxima oración de la forma más acolchada posible, pero los segundos se le escurren junto a algunas gotas de sudor.

—Hay... no hay.

—¿Cómo que no hay? ¿Se fijó bien? La ciudad será pequeña, pero tiene más escondites y cámaras ocultas que cualquier otra. Una vez vi un documental...

—¡Claro que me fijé bien, señor! Hace años que estas habitaciones no rebalsan de oro, piedras preciosas, pinturas invaluables. Tres Jefaturas hacia atrás, en épocas de la Reforma, se decidió utilizar todo.

El Jefe se para y camina hacia la ventana, insultando mental y creativamente a sus tíos. Se esfuerza por mantener la calma y vuelve a hablar, masticando una solución.

—Pero... ¡cómo, cuándo! Eso es ridículo. ¿A quién se le ocurriría algo tan ineficiente?

—...señor, ¿recuerda el voto de pobreza?

—Vagamente. Creo haber escuchado algo parecido.

El terror muta en lástima. El secretario se pregunta de qué forma pudo ascender al poder aquel idiota, y se lamenta por la cantidad de preguntas que tendrá que responderle. La idea de un conveniente lazo de sangre se asienta en su cabeza.

—Se supone que sea uno de los cimientos de nuestra filosofía; una promesa a renunciar a los bienes mundanos, a las tentaciones materiales, para dedicar nuestra vida al reino más allá. Es algo de lo que personalmente me siento muy orgulloso, y de lo que usted también debería.

—¡Ah, claro! Ahora que lo dice, leí algo sobre él en el Seminario a distancia. ¿A los fieles también los obligamos a vivir de esta forma, no?

—No.

—¿No? ¿Por qué?

—Bueno, porque, señor...

—Guárdese la explicación. ¿A quienes regalaron todo mi oro?

—No fueron regalos. Se construyeron escuelas, bibliotecas, comedores... dejamos nuestra marca en todo el mundo.

—Entonces no hay forma de pedir un reembolso.

—No. ¿Por qué le preocupa tanto, si me permite preguntar? Su sueldo está más que cubierto por el diezmo y sus derivados.

—Sí, lo sé, y el suyo también. El de todos lo está. Francamente... no me estoy poniendo más joven, sabe, y uno tiene que detenerse a pensar en la vida posterior al trabajo. El salario mediocre de la Jefatura no me alcanza. Quiero disfrutar de mi jubilación, exprimirle todo su jugo: viajar, dormir hasta tarde... golf.

Al secretario se le agotan las palabras: quiere articular un claro o como mínimo asentir, pero emplea todas sus fuerzas para evitar escupirle la muceta a carcajadas; el Jefe, parado frente a la ventana, sigue masticando hasta que traga la solución.

—Muchas gracias, ya puede retirarse, con esto es suficiente. Yo mismo voy a encargarme de solucionar este problemita. ¡Ah!, una última cosa: ¿puedo decretar arbitrariedades sin problemas, no?

—¿Se refiere a si puede escribir una especie de bula?

—¡Esas!

—Nunca publicamos una, señor. No creo que sean válidas para nuestra Organización.

—Entonces lo averiguaremos. Ahora sí, retírese, y relájese.

Y hace caso a la primera orden. A la mañana siguiente, descansa en su escritorio un pedazo de papel arrugado con el encargo del Jefe: urgente, oro e invente tienen el honor de estar doblemente subrayadas.


Aurum terminus sanctus

Braulio II, Jefe, Siervo de los Siervos.

Bien conocida y criticada es la declamación del profeta Braulio I, quien sentado en la montaña, apuntando sus ojos al cielo, dijo: “¡Señor!, oh, ¡Gran Jefe entre los Jefes! Me ordenas que me entregue a ti, que te rece, que practique tus rituales, que asista a las reuniones dominicales, que dedique mi vida a tu alabanza, y lo hago, ¡con gusto!, gozoso de conocer tu Verdad, tu Justicia. Pero permíteme, Señor, aprovechándome de tu Bondad, de tu Ángel, cuestionarte. ¿Crees Justo que no haya remuneración material por mi entrega, que todos los demás creyentes disfruten sus vidas mientras yo, que te la cedo, no puedo? ¿No es un poco egoísta, Señor? ¡Oh! ¡Castígame si lo crees necesario! ¡Rompe mis huesos con uno de tus rayos de luz si blasfemo! Pero, ¡por favor!, ¡déjame disfrutar de mis bienes mundanos, para que cuando me eleve junto a ti, lo haga satisfecho!”.

Estas palabras certeras no pueden seguir pasando desapercibidas. Por muchas décadas han estado ocultas, convenientemente traspapeladas: es tiempo de recoger su legado. Llegó el momento de abrir nuestros ojos y corazones. ¿Cómo podemos combatir la miseria si nosotros mismos luchamos con ella todos los días? ¿Qué sentido tiene engrosar el numero de pobres si, justamente, nuestra misión en el mundo es erradicar este mal que puebla las tierras del Señor? ¿Es tan ilógico lo que plantea aquel profeta defenestrado? No. La Organización se ha desviado de su objetivo fundante, de una de sus fuertes piedras basales: la erradicación la pobreza mediante cualquier método disponible. Esta es la hora señalada para abandonar el sendero equivocado. ¡Todavía estamos a tiempo para redimir nuestro pasado humilde, y por fin eliminar la miseria que nos invade! El Gran Jefe así lo ha designado, y no aceptará lo contrario.

Es la Jefatura la que debe dar el primer paso y mostrar el ejemplo. Desde hoy, todo libro sagrado, público o privado, tendrá el honor de ser partícipe de la gran fundición santa. ¡Hablarán sobre ella doscientos años hacia adelante! Son los bordes dorados de sus hojas los que volverán a bañar de lujo cada cámara, cada pasillo y cada puerta de la ciudad; es el oro incrustado en las páginas el que se abrirá paso en el fuego y resurgirá entre las cenizas para vestir nuevamente de opulencia todos los ladrillos de nuestras paredes. Estoy convencido de que los creyentes entregados sabrán en el fondo de su ser el Justo destino de sus libros sagrados (y aquellos dubitativos, aquellos fieles inseguros de su Fe tendrán acceso a múltiples oportunidades de donación para aclarar sus pensamientos).

No es mañana sino hoy el momento de escribir la nueva Historia. Que el Gran Jefe los y nos guíe, y que su oro no se pudra en la biblioteca.

Dado en el año de la Encarnación dos mil y ocho, el día veinte de marzo, de nuestra Jefatura semana primera.

La pepita resultante, beatificada meses después, fue luego inmortalizada en forma de estampita subterránea.

 
 
Bufónicos
La suya es de las más humildes de la cuadra. Apenas dos columnas oxidadas sostienen la tela que alguna vez fue impermeable; agujeros y excremento de pájaro adornan sus lados despintados. Ellos viven así, en esa carpa derruida que sólo unos pocos podrían calificar como circense, contentos y orgullosos de su condición de payasos. O al menos la mayoría de sus tres inquilinos.

Es media tarde, y la humedad agobia hasta a las chicharras. La luz que entra por los agujeros ilumina una cucheta podrida, una hamaca paraguaya y una mesa sin todas sus patas; en medio de la penumbra, asoman de una valija muchos sifones vacíos, pelucas y pinturas para la cara. Aunque la siesta sea una de las tradiciones bufónicas respetadas a rajatabla, esta vez le es imposible practicarla. Piensa inquieto y se estira en su hamaca, asustado por los quejidos de ambas columnas. Decide quebrar el ritual que disfruta su madre.

—¿Má?

Algunos suspiros y acomodos de sábanas le hacen saber que ni se mosquea.

—¡Vieja!

Funciona. Le siguen un ¿qué querés?, un vení, y una puteada en voz baja.

—No puedo dormir.

—¿Qué te pasa? ¿Otra vez esa pesadilla?

—No, no es eso... no sé qué me pasa.

—Si no sabes, lo pensás y me contás después de que termine mi siesta. ¿Qué te parece?

—¡No, má! Quedate acá. En realidad sí sé que me pasa... es algo que quiero preguntarles hace un tiempo.

—Bueno, está bien, decime tranquilo. Prometo no enojarme.

—¿Por qué tenemos que ser payasos?

La siesta se le disipa de un golpe, y pisotea la promesa con los ojos.

—¿Cómo que por qué tenemos que ser payasos? ¿Qué clase de pregunta es esa?

—Si, má, nos la pasamos haciendo bromas estúpidas y molestando animales indefensos. No entiendo, no lo hacemos para que alguien se ría, para algún gran público... ¡nunca hay nadie mirándonos! Y ni siquiera nos pagan por nuestro trabajo. Papá vende menos sifones todos los meses, y el otro día lo escuché hablando de lo caro que está el alquiler... ¿por qué no ofrecés algunas de tus tortas? De esas siempre hacen falta.

—Sos demasiado chico para andar preocupándote por esas cosas. Siempre nos arreglamos con lo poco que tenemos... ¿qué te falta, ahora? ¿Todo esto es por ese juguete? Ya te dijimos que no.

—¡No es eso! Es que no entiendo para que sirven las caídas, los autitos, los zapatos gigantes, los moños giratorios, las sonrisas dibujadas y los bonetes a rayas. ¿A quién le importa que seamos payasos?

—¡A todos! Todos somos payasos, Agustín, nos guste o no. ¿No te enseñaron en la escuela lo que tuvieron que luchar nuestros antepasados para que podamos gozar de este estilo de vida? ¡mártires, revoluciones, hogueras! Cada uno de los doscientos años anteriores al nuestro fue de lucha para instalar este modelo de sociedad. Todos somos payasos, sí, pero a mucha honra. Si pudieramos elegir, seríamos lo mismo.

—Yo no. Me pica la peluca, má, y no hay forma de que logre peinármela...

—Demasiado que dejo que te despintes el bigote. A mi la nariz de goma me hace sangrar la de verdad, ¿y me ves quejarme, acaso?

—Cada tanto podrías sacártela... te queda un poco ridícula.

—No, Agustín, no te das cuenta, no entendés lo que implica la forma de vida bufónica. Es más que toda la parafernalia, hijo, más que todas las molestias y el sudor por las telas falsas; es muchísimo más que las bromas, y los autos diminutos. Es una ideología, un conjunto de ideas que ordena el mundo de esta familia, y el de las demás. Es todo lo que somos todos.

Sonríe satisfecha por la contundencia de su lección.

—Están los oficinis...

—¡Ni se te ocurra terminar de decir esa palabra! Los oficinistas son personas horribles, necesarias, pero horribles, Agustín. Nadie en su sano juicio querría ser uno de ellos. ¡Por Dios, por algo están condenados! ¿ahora me vas a decir que te gustaría ser un convicto de cara lavada? ¿qué se te metió en la cabeza, hijo? ¡Con razón tardaste en preguntarme!

—No creo que sea justo que los encarcelen y los hagan trabajar tantas horas; y no me importaría ser un convicto... estoy seguro de que sufren menos que nosotros, con sus trajes planchados y perfumados. Me encantaría pasarme los días llenando planillas, aplicando sellos, garabateando firmas y tipeando resoluciones. ¡Ah!, ¡qué vida sería!

—Es el colmo, Agustín, el colmo. ¿Así que te gustaría hacer lo que hace convicto? Bueno, señor, perfecto. Mañana mismo vamos a la Oficina Central de la Nación. Escuché que hacen unos recorridos dentro del edificio, guiados y todo. A ver si así se te olvidan estas ideas.

—¡Gracias, má! Es justo lo que quería para mi cumpleaños.

Le besa la mejilla y aprovecha para limpiarle restos de chocolatada; su padre, arriba en la cucheta, exprime cada segundo de la tradición, y vuelve a hacerlo al día siguiente.

Casi arrastrándola, agarra su mano con fuerza al pasar por la puerta giratoria del edificio. Queda maravillado al instante. Es un lugar limpio, imponente, sin colores brillantes, con enormes paredes de mármol; algo nuevo y sobrio, un descanso para sus ojos. Luego de algunos pasillos se unen al contingente pautado por teléfono. Saludan a los demás payasos, la guía toca su corneta y comienzan el recorrido. Cuando ingresan al primer cuarto, donde opera una especie de museo de lo payasístico, le pregunta:

—Señorita, ¿y los oficinistas, dónde están, por qué no hay ninguno, no trabajan acá?

Y ella, transfiriendo un poco del odio que tiene a su trabajo hacia el niño, le responde con voz chillona.

—Tranquilito, pequeñito, ya vamos a llegar, quedate quieto. Primero quiero mostrarles...

La línea continúa, pero no le interesa. Se pone de mal humor e intenta quitarse un poco de pintura de la cara; su madre lo mira y le pega un coscorrón; se rasca la peluca despeinada y siguen caminando. Justo antes de que empiece a llorar del aburrimiento, y después de visitar una enorme biblioteca donde se almacenan libros relacionados con las artes bufónicas, llegan por fin al área de trabajos forzados. No es la vista desoladora que su madre esperaba: parece una oficina normal, con computadoras, fotocopiadoras y olor a cartuchos de tinta. Cada cubículo tiene su convicto entrenado y adecuadamente etiquetado: impuestos, diplomacia, producción, turismo y cientos de otras funciones burocráticas.

El contingente se ubica detrás de un vidrio espejado, donde pueden ver a los convictos sin peligro alguno. La guía guía.

—Es por precaución, amigos. No va a suceder nada, ni son personas peligrosas, pero necesitan mucha concentración para desempeñar sus indispensables funciones políticas.

Agustín no la escucha. Está emocionado. Se apoya en el vidrio, ayudándose con sus manos para ver con claridad, y decide observar a uno de los presos, que llena datos insignificantes en una hoja de cálculo. Lo que lo impresiona, aún más que las paredes de mármol y las bibliotecas, es su cara: reluce de sudor. No parece un convicto conflictivo, y mucho menos fácilmente alterable. Pero aparenta bien.

De repente, la pantalla deja de iluminarle la cara. Suspira. Cierra los ojos con fuerza. Presiona algunos botones en la caja de su computadora. Da unos golpes al monitor. Se tapa la cara lavada con las manos. Espera. Y estalla.

—¡No puede ser!, ¡máquina de mierda!, ¡todo mi esfuerzo, horas de trabajo insípido a la basura!

Agustín sonríe. No había imaginado que podían vivirse tantas emociones dentro de la Oficina Central. Cada vez se convence más de que este lugar es el suyo: planea, incluso, algunas formas creativas de ser condenado, y sigue escuchando con la oreja contra el vidrio. El oficinista simplemente enloquece, y sus compañeros tipean en el mismo ritmo hipnotizante.

—¿Así que te gusta robarme mi trabajo, hija de puta, así que disfrutás haciéndome sufrir? ¡A ver que te parece esto!

Agustín tropieza con su madre por el ruido que hace el teclado al estrellarse contra el vidrio. Las teclas desparramadas en el piso distraen al contingente de la suerte del convicto: se acercan los guardias y, bastones en mano, se proponen calmarlo. Se resiste. La guía, sin dejar de mirar la W incrustada en el vidrio, sonríe nerviosa y saca al grupo del lugar. Afuera, improvisa una explicación destacando la variedad de trabajos que cumplen los oficinistas, su indispensable labor en el funcionamiento del gobierno bufónico y la efectividad de las fuerzas de seguridad. La interrumpen nuevos gritos de dolor.

—¡Basta! ¡Está bien! ¡Voy a calmarm--

Aún después de haber visitado a sus héroes y de haber conseguido una remera de oficinista honorario, Agustín no dice palabra. Mientras esperan el colectivo, sólo mira al piso y cada tanto los cordones de sus enormes zapatos. Después de atárselos, su madre le pregunta por la continuidad de sus aspiraciones laborales. La pintura corrida en sus mejillas responde por él.

 
 
Cristalino

—¿Estás seguro de que no voy a lastimarme?

—Sí, no te preocupes, no te va a pasar nada.

—¿Y si me estallan los ojos?

—¿Escuchaste alguna vez de alguien que se haya estallado los ojos?

—Bueno, uno nunca sabe.... hay que ser cuidadoso.

—No seas hipocondríaco. Si por alguna circunstancia extraordinariamente espectacular algo llegara a pasarle a tus ojos, no dudes que yo sería el primero en llevarte al mejor hospital de la ciudad. Para eso están los amigos, y los oftalmólogos.

—Bueno, está bien... ¿qué es lo que querías que pruebe?

—¡Perfecto! Poné tus manos frente a tu cara.

—¿Así?

—Sí, no hay muchas formas de hacerlo. Bueno, apoyá la parte inferior de tus palmas sobre tus ojos.

—¿A... Así?

—Así, vas bien. Ahora, presioná hasta que empieces a ver cosas extrañas; si lo hacés bien vas a presenciar todo tipo de patrones, imágenes y hasta objetos que aparecen flotando dentro de tus ojos. Sólo hay que apretar hasta que funcione y tratar de pestañar lo menos posible.

—Todavía no veo nada... y ya me duelen los ojos.

—Paciencia, recién empezás. La primera vez que lo hice no vi nada por minutos, pero después aparecieron líneas ondulantes y círculos perfectos que parecían mirarme. Me asustó un poco, la verdad.

—Me cuesta creerte.

—¡Es cierto! Te lo juro: hacia los diez minutos de intentarlo se me apareció una escena de la película Brazil, en colores y todo. ¿La viste?

—No, pero me la recomendaron tanto que creo haberla visto dos veces.

—Es buena. Querían llamarla 1984 ½.

—Tampoco leí el libro.

—Es bueno.

—¿Sigo apretando?

Y se esfuerza por responder en su mejor entonación didáctica:

—Sí, dale, seguí tranquilo que todavía falta.

Pero los enormes bocados de la medialuna impar que lo venía tentando hace una hora se lo impiden. El otro exclama sin destaparse los ojos:

—¡Ahí está! ¡Líneas!

 
 
Acanomás

1

Apenas si le entran los zapatos del estereotipo: uniforme verde recién almidonado y adornado con medallas de plástico, pelo brillante peinado hacia atrás, gafas oscuras y aliento dudoso. No hay nada que disfrute más que pararse frente a las cámaras con nuevas medidas para su pueblo. Amasa las palabras por días, las mastica por horas, y cuando llega el momento justo, las unta sobre todos sus televidentes. Esta vez está emocionado. Se rasca una mejilla, tose, traga saliva y se acostumbra a la falsedad de su sonrisa. Y ellos, sentados en su silloncito incómodo, sólo pueden mirarlo y suspirar mientras irrumpe sin aviso en la señal de televisión.

—Camaradas; amigos, amigas: buenas noches. Les hablo hoy no como su dirigente, no como el faro que decidieron que sea, sino como un simple ciudadano, como uno más entre todos ustedes. Y lo hago porque es hoy un día histórico, un hito que todos recordaremos hasta que nos toque abandonar esta tierra. Hoy, compañeros, aunque les cueste creerlo, lograremos nuestra independencia y romperemos estas horribles vestiduras coloniales que tantas veces irritaron nuestra piel. Es el principio, no hay duda, ¡el comienzo de una era dorada! Mediante esta transmisión oficial, doy por iniciada una nueva etapa en el recorrido heroico, valeroso y fructífero de la nuestra, la querida República de Acanomás.

Cómo disfruta su capacidad de oratoria.

—Todos sabemos que fuimos bendecidos por nuestras tierras y nuestras plantas: somos, camaradas, y esto recuérdenlo siempre, el único país en condiciones de producir, empaquetar y exportar bananas en forma sistemática; somos los únicos capaces de aprovechar y multiplicar los últimos ejemplares existentes de la ahora rarísima Cavendish. Tenemos el mercado en nuestras manos y el mundo a nuestros pies. Sin competencia ni restricciones de exportación, y sin un tope visible para el valor de nuestra nueva fruta preferida, el negocio es simplemente infalible. ¡Acostúmbrense a ser la envidia de todos! Desde este mismo instante, compañeros, aceptamos nuestra evidente ventaja comparativa y formamos, por fin, la auténtica República Bananista de Acanomás con que soñaron nuestros próceres. ¡Es nuestro destino!

Y cómo aprovecha las ovaciones grabadas.

—Gracias por su apoyo, se los agradezco. El plan ya está en marcha. En este momento, los honorables integrantes del Congreso de la República están debatiendo y, en unas horas, aprobando el proyecto de país que hoy les presento. Acanomás será la nación más avanzada, el país más poderoso, y todo gracias al Bananismo. El mundo no ha presenciado nada siquiera similar. Como primera medida ejemplar, el Estado, asumiendo su nuevo rol de garante del sistema Bananista, tomará el control de aquellas propiedades que se encuentren en condiciones productivas. Todas las tierras cultivables se transformarán en áreas de cosecha, motores indispensables de este nuevo país que emerge; toda fábrica en funcionamiento será reorganizada y reestructurada aprovechando el espacio y las máquinas disponibles para la clasificación y empaquetación en serie de la materia banánica; el área de servicios será pacíficamente silenciada por cuestiones estratégicas y por su evidente inutilidad mercantil. Pero no se preocupen, compañeros, que esto sólo afecta su vida cotidiana en detalles nimios, minúsculos. No habrá cambio alguno ni desabastecimiento de ninguna clase: como garante mundial del Bananismo, el Estado importará y distribuirá todos los productos que sean necesarios para mantener el nivel de vida que consideramos que el pueblo merece. Suspiren aliviados, que el dinero ya no es un problema del que tengan que preocuparse. Después de todo, sin tierras, fábricas o servicios, el papel moneda es un gasto que podemos ahorrarnos; nosotros nos encargaremos del que inevitablemente haya que manejar.

Y qué bien endulza los consuelos.

—Acanomás siempre privilegió a la niñez como un sector crítico de la sociedad, como la misma encarnación de un futuro mejor. Pues bien, camaradas, ¡ese futuro está aquí!: todo ciudadano entre 5 y 17 años es desde este momento propiedad estatal y por consiguiente un trabajador Bananista en potencia. ¡La antigua Esparta estaría orgullosa! Los niños serán depositados con cariño en sectores agrícolas, aprovechando su fuerza para cultivar, cuidar y cosechar el nuevo dínamo económico; las niñas, por su reconocida capacidad organizante, estarán dulcemente a cargo de las fábricas reestructuradas, empaquetando y distribuyendo la materia banánica donde sea necesaria. Y esto es sólo el comienzo. La edad de jubilación obligatoria, en lugar de unos exagerados e injustos 65 años, será de unos cómodos y más razonables 18 –exceptuando, claro, el personal necesario para el control infantil y todo dirigente indispensable para el Bananismo. Los trabajadores de Acanomás ya han sufrido bastante en décadas pasadas como para exigirles otro esfuerzo. ¡Es hora de que las nuevas generaciones den un paso al frente y se hagan cargo de llevar el país adelante! Y no hace falta que se inquieten por su sustento: cada infante proporcionará a su familia una renta jugosa, directamente proporcional a la cantidad de materia banánica que logre cosechar o empaquetar –quienes aún no hayan engendrado descendencia serán rentados por la bondad Bananista por un plazo máximo de seis meses. Teniendo en cuenta que el papel moneda ya no es un asunto importante, toda esta renta familiar será administrada por personal Bananista, quien se encargará de calcular los productos correspondientes a cada caso particular y de distribuirlos en forma de cupones personalizados. Es un sistema perfecto, sin problemas de pobreza, de distribución del ingreso, de desigualdad social... ¿no los tranquiliza saber que sus finanzas serán estabilizadas y manejadas por personal altamente responsable, que todos los productos que necesiten les serán acercados hasta la puerta de su casa, que pueden vivir su vida sin preocupación alguna?

Y cómo abusa de la retórica.

—Todos estos cambios pueden parecerles un poco bruscos. Es inevitable que algunos pocos de ustedes piensen que nuestras medidas son exageradas, que el precio de la banana no se mantendrá mucho tiempo por encima del oro, o vaya uno a saber que otras objeciones paranoicas. Por supuesto, no creo que tengan razón, ni que quieran lo mejor para el nuevo pueblo que hoy nace... pero tolero su existencia. Es más, y esto se me acaba de ocurrir: todos los años, en una fecha todavía a decidir, ¿por qué no llevar a cabo un referéndum nacional, donde todas las personas habilitadas para votar puedan expresar su voz decidiendo el futuro del modelo Bananista? ¿Dónde quedó el totalitarismo ahora? ¡Democracia, señores! ¡Pura y sagrada!

Y cuánto lo emborracha el poder.

—Tengo mi total confianza en el nuevo modelo, y sé que todos los verdaderos patriotas de la República Bananista de Acanomás sienten lo mismo. Duerman tranquilos, compañeros, que mañana será un día realmente interesante. ¡Ah!, y no se olviden... ni Yanquis, ni Marxistas: ¡Bananistas!

Ellos, todavía sentados en su silloncito frente a la pantalla invadida por la estática, se miran y no terminan de creer lo que acaban de escuchar; él, despierto en su cama por los gritos del televisor, se refriega los ojos, abraza su oso e intenta volver a dormir.

II

Pienso acostado en mi catre.

No recuerdo demasiado de aquel día: un puñado de gritos confusos y de olores revueltos, mezclados con la imagen de los ojos de mi madre, que se esfuerzan por abrazarme mientras los oficiales me llevan fuera de la casa. Pero bueno, tampoco es algo que me mantenga despierto en las noches. Todo aquello es historia antigua. Después de todo, ya pasaron más de cuatro años, y el panorama es completamente distinto; ahora tengo trece, y suficientes responsabilidades como para andar preocupándome por ellos. No es que no los extrañe, no... sólo no me hacen falta. No puedo pensar en algo para lo que los necesite. En realidad, podría comer una de esas galletitas de chocolate, de las que ella horneaba para mis cumpleaños. Hacía las mejores.

Esa vida ya no existe. Mi vocación, mi llamado, mi talento... mi como quieran decirle, es el cuidado de esta plantación bananista y de su materia banánica. No tendría sentido vivir sin ella. No podría. Estaría tirado en algún callejón, sin un trabajo estable, fallando al cultivar mis propias Cavendish, o hasta pensando en suicidarme. No sería una noticia impactante: he escuchado historias de compañeros que por culpa de accidentes discapacitantes terminaron en las efectivas vías del tren.

No fue sencillo llegar a esta posición privilegiada. Fue un saneamiento realmente agotador. Me costó mis buenas cicatrices y algunas manchas en el mameluco, pero puedo decir con toda seguridad que valió la pena. Tuve que inadaptar a los débiles, debilitar a los inadaptados e incluso procesar algunos subversivos. Volvería hacer todo aquello y aun más por obtener el puesto que tengo ahora. ¿Cuántos pueden lucir la medalla de Sub-Supervisor de Embarques del Área 14 de Producción Bananista? ¿Y parches de buena conducta, de asistencia perfecta, de producción record? Muy pocos. Un porcentaje mínimo de mis compañeros.

Y pretendo seguir progresando. Este cargo ni siquiera comienza a satisfacer mis ansias de éxito. Estoy más motivado que nunca para continuar con los saneamientos regulares. ¿Y por qué no, incluso, iniciar algunos propios? Una vez que limpie por completo el Área 14 se darán cuenta del enorme potencial que están desperdiciando y me pedirán de rodillas que me encargue de toda la sección. Ya imagino el momento en que vendrán a rogarme que acepte liderarlos: un día sin nubes, un traje nuevo, trompetas y subordinados. Seguiré saneando hasta que suceda. Si todo sale como planeo, dentro de cinco años no tendré que jubilarme, y no hará falta que me acerque a... ellas. Me asustan de sólo imaginarlas.

Pienso reconfortado en mi catre cuando el idiota que maneja la correspondencia me interrumpe. Está parado a mis pies, con la misma sonrisa torcida de siempre y un paquete entre sus manos. Me mira con sus ojos saltones, creyéndose superior por sus diecisiete años, y comienza a hablar. No puedo evitar distraerme pensando en la cantidad de poder que maneja, en que ya vivió lo suficiente... y en que se merece un accidente. Deja de hablar y vuelve a mirarme esperando una respuesta. Atino a decir:

—¿Qué?

—...no puede ser, ¿otra vez distraído, 0574? ¿Cuántas veces tengo que decirle que me escuche cuando le hablo? ¿O se olvida de que puedo reportar cualquier tipo de actividad sospechosa con los superiores? No habrá estado pensando estupideces, ¿no es cierto? Aquí todos sabemos donde terminan los estúpidos –y hace un ademán hacia el galpón contiguo.

Sí, definitivamente, un accidente.

—Disculpe, ¡Señor! Estaba quedándome dormid--

—¿Parece que me importan sus excusas? Esta vez voy a dejarlo pasar, para que sepa apreciar los favores.

Uno espectacular, no hay dudas. Continúa hablando antes de que pueda responderle.

—Aquí tiene, 0574, un paquete y una carta que llegó a su nombre hace unos meses. Son de parte de sus... ya sabe. Disfrute, estúpido, y tenga cuidado.

Y se va, golpeando con sus botas cada catre que encuentra en su camino hacia la puerta. Supongo que los recién despiertos le planean destinos similares al que yo imagino. No tan creativos, probablemente, ni tan efectivos; pero válidos, eso seguro. No me molestaría que se hicieran cargo.

Tomo primero el paquete, algo emocionado por la idea de galletitas crocantes, rebosantes de chocolate. Está dañado, cortado, vuelto a cerrar y a abrir, y no tiene remitente ni estampillas de ningún tipo. Rompo sin problemas el cartón húmedo y lo único que encuentro es una pequeña nota, escrita a máquina sobre un papel ahora amarillo. Busco la poquísima luz que escupe la luna por la ventana, y leo con esfuerzo:

Respetando los protocolos de seguridad implementados por el Honorable Congreso de la República Bananista de Acanomás, el contenido de esta encomienda ha sido trasladado a un lugar seguro de almacenamiento. Todos los objetos podrán ser retirados una vez que el destinatario esté en condiciones de jubilarse.

Elementos secuestrados:

La nota se desintegra en una caligrafía casi ilegible.

• 1 (un) Oso de peluche.

• 3 ½ (tres y media) Galletas de chocolate.

Código de depósito: 0574i

Arrugo el papel en el único bolsillo que aún no cuenta con un agujero de adorno. El sobre de la carta está impecable: todavía tiene las estampillas originales y la letra desastrosa de mi padre; uno de los muchísimos privilegios de mi cargo actual es la relativa privacidad de la correspondencia escrita –y no de las encomiendas, por razones más que obvias. Leo, luchando contra la humedad ocular.

Martín:

Me cuesta identificar mi verdadero nombre.

Escribo esto con muchísima angustia, con la tristeza de saber que esta carta probablemente nunca llegue a tus manos. Pero no me importa. Voy a arriesgar mi vida, la de tu madre y la de nuestra familia para que puedas enterarte de las cosas que pasaron en estos cuatro años. Y, sobre todo, hijo mío, de las que pasarán en los que vienen. No quiero adelantarme... pero el momento en que nos reencontremos está cada vez más cerca.

Tu madre empeora todos los días. Desde que te fuiste no deja de mirar tus fotos, de llamarte en sueños, de escribirte cartas que nunca envía. Te extraña, Martín, te extraña con toda su alma, y las únicas noticias tuyas que recibe son los cupones de renta bananista. Podrías, algún día, mandarle una postal, una foto... un beso, al menos, ¿no? No te costaría nada...

Ni siquiera el nacimiento de tus dos hermanos logró reconfortarla. Todavía hoy se niega a darles un nombre, y ya tienen tres meses y dos años. No quiere amamantarlos, no le interesa cuidarlos, criarlos, hablarles... ¡por dios, si hasta se rehúsa a desatarlos! Sé que todavía sos joven para escuchar este tipo de cosas, pero esta es una de las pocas formas que tengo de desahogarme. Si intento hablarlo con ella, enloquece, incluso con las pastillas que le recetaron. Apenas si pude convencerla de que te cocinara tus galletitas preferidas; pensó que quería engañarla para dárselas a tus hermanos (ojalá puedas disfrutarlas). No tenés la culpa, Martín, pero ya no podemos vivir de esta manera. Y sin vos es peor. Te envío tu oso, que seguro querés volver a ver.

Pero el motivo de esta carta no es deprimirte, ni deprimirme. No, Martín, todo lo contrario. Te escribo para contarte que esta vida tiene los días contados. Un poco después de que te confiscaron, comencé a tener reuniones secretas con otros padres de la cuadra, del barrio, de la ciudad, de la provincia... y, desde hace unos meses, del país entero. Estamos organizándonos, hijo, preparándonos para sacarlos a todos de aquella tortura. Vas a volver a jugar en la plaza, a reirte, a mirar tus dibujitos, a hacernos regañar... todo, Martín, vas a poder hacer todo lo que quieras. Unos meses, nada más que unos meses.

El problema es que no podemos hacerlo solos. Necesitamos ayuda desde adentro para vencer a este monstruo... ¿entendés lo que quiero decirte? Necesitamos que nos ayudes. No puedo darte más información, pero el trabajo que tendrías que hacer sería, como mucho, mínimo. Tanto como abrir un frasco en el lugar adecuado. Si lees esta carta, llamame, Martín, por favor, para saber que cuento con vos. Juntos podemos arreglar este asunto, y volver por fin a nuestras vidas normales. Llamame.

Besos, abrazos, cosquillas...

Papá.

Seco un poco de alegría con la manga del mameluco, guardo la carta y decido dormir.

** **

Apretujado entre galletitas a medio comer y telarañas a medio tejer, espera en su caja de madera a que su dueño tenga la edad suficiente para rescatarlo. No parece importarle tener una oreja atravesada por un clavo oxidado, ni estar perdiendo la costura de uno de sus botones-ojo, ni que parte de su relleno intente escapar por su abdomen. Nada lo altera o desconcentra ahora que tiene tiempo para hacer lo que siempre hizo y hace mejor: absolutamente nada. Afuera, su caja rodeada de miles similares tiene impreso el código 0574j.

III

Pienso acostado en la misma cama matrimonial de siempre.

Nuestra vida no podría ser peor. No puedo imaginarme una situación en que sufriríamos más que mañana, y pasado, y el que sigue. ¿Cómo puede ser que llegamos a estar tan inundados de mierda? ¿Cómo hicimos para no darnos cuenta? ¡Para votarlo! ¡Reelegirlo!

Todo se derrumbó ese mismo día. Fue en vano intentar escondernos y escapar a algún lugar seguro: nos encontraron con las valijas en las manos, y se lo llevaron. Ceremoniosamente, lo vistieron con el mameluco amarillo que seguro todavía usa, le explicaron la situación a su manera y se lo llevaron por la puerta por la que salíamos a jugar a la plaza cada tanto. Así de fácil, con el estruendo de esa misma puerta, nos despojaron de nuestro hijo.

Cuando disipó toda la confusión de lo que había pasado, nos dimos cuenta: estábamos otra vez solos, como hacía nueve años, y debíamos remediarlo. Teníamos una necesidad... matemática, estadística, por así decirlo, de volver a engendrar. Hasta ese momento ni siquiera se nos había cruzado por la cabeza; con uno teníamos más que de sobra. Pero nos fue inevitable. Tuvimos que tener esos dos niños que ahora duermen en el cuarto de al lado, dos niños que ni siquiera sentimos nuestros, que nos parecen desconocidos. ¿Para que esforzarnos, si dentro de unos pocos años van a llevárselos? ¿Qué sentido tiene, si cuando se jubilen no querrán saber nada de nosotros? Darles lo mínimo de comer, dosificarles el cariño, evitar bañarlos y mantenerlos atados me parecen medidas demasiado estrictas, pero ella lo quiso y lo quiere así. No acepta otra forma. Cuando duerme, o la duermen las pastillas, me les acerco y les hablo, les comparto los pocos chocolates que podemos conseguir, y a veces hasta les cuento una historia. No puedo evitarlo, por más que quiera.

Fue un folleto anónimo el que me llevó a lo que ahora es la organización. Un día cualquiera de un mes que no recuerdo, alguien dejó pasar bajo la puerta un papel mal recortado y mal fotocopiado, que anunciaba una reunión de jubilados dentro del edificio. Mis opciones en esa noche eran escuchar sus desvaríos sobre los niños o atender al llamado, así que me decidí por la última. Llegué y eramos cinco. Charlamos, compartimos algunas penas, y nos prometimos derrocar, de la forma que fuera, al tirano que había confiscado a nuestros hijos originales. Fuimos sumándonos a otras reuniones, de otros edificios, e incluso de otros barrios; algunas más extremistas que otras, pero todas con el mismo objetivo en mente: desplazar al payaso a cargo y a su circo de tortura infantil. Una especie de résistance a la bananista. Hoy, años después, el plan está listo. Si todo sale bien, la pesadilla podrá terminar en unos días.

Pienso emocionado en la misma cama matrimonial de siempre cuando el timbre del teléfono me interrumpe. Atiendo rapidísimo para evitar despertarla.

—Ho... Hola, ¿quién es?

—Hola... soy yo, papá. Martín.

La sacudo con fuerza y mis ojos le hacen saber quien es el que está del otro lado de la línea. Rompe en llanto.

—¡Martín! ¡Hijo! ¡No lo puedo creer! ¿Estás bien? ¿Cómo te tratan ahí? ¿Muy mal? ¿Nos extrañás? ¿Te alimentan bien, Martín? No estás enfermo, no te pasó nada grave ¿no? ¿Martín?

—Si, papá... estoy bien, me alimentan bien.

Suena lejano, con interferencias, y las cuestiones técnicas del aparato telefónico no parecen estar involucradas.

—Martín, no tenés una idea de cuanto me alegra escucharte decir eso. De lo bien que me hace. En serio, Martín, te extrañamos muchísimo, no podemos vivir sin vos. ¿No querés que te pase con tu madre? Se muere por hablarte...

—No tengo mucho tiempo, papá.

—Está bien, entonces aprovechémoslo. Escuchame... te llegó mi carta, ¿no? ¿la leíste toda?

—Sí.

—¡Qué bien! ¿Entonces?

—¿Entonces qué?

—¡Cómo que entonces qué, Martín! ¡No seas tonto! ¿Nos vas a ayudar a sacarlos de ahí o no?

—Ah... con respecto a eso, papá, estuve pensando... y no creo que sea la mejor idea. Me parece que no es lo que nos conviene a todos.

No puedo siquiera intentar responder. Él continúa.

—Acá soy feliz, papá, acá tengo algo por lo que vivir, algo por lo que levantarme temprano todas las mañanas. ¿No me decías vos que uno tiene que esforzarse al máximo para tener éxito? ¿Y que a veces hay que hacer algunos sacrificios? Bueno, ¡tus consejos no podrían funcionar mejor!

—Pero... ¡pero Martín! ¡No seas estúpido!

—No me insultes, papá. Ya no soy un chico, ¿sabés? Tengo trece años, por si te olvidaste. Lo que te estoy diciendo es cierto: acá soy feliz, mucho más que cuando estaba con ustedes...

El teléfono cae al piso; ella me mira, esperando noticias, y el otro lado de la línea sigue con su monólogo.

—...y por eso no voy a dejar que arruinen todo. Una de mis responsabilidades como Sub-Supervisor de Embarques es el denunciar posibles amenazas a la seguridad del sector, papá, y no tengo otra opción que reportar tu carta al superior de mi área. No es una cuestión personal, es sólo que... ¿estás ahí, papá? Bueno... qué importa. Espero que me entiendas, ahora, o dentro de algún tiempo. Es por eso que quería llamarte. ¡Ah! Mandale saludos a mamá. Buena suerte.

Y tocan –patean– la puerta.

4

Apenas si le entran los billetes en los bolsillos. Hoy no intenta ni necesita impresionar a nadie: ni medallas, ni uniforme almidonado, ni pelo brillante hacia atrás; sólo gafas oscuras y ojeras disimuladas. No piensa untar nada sobre su pueblo, sino escupirles lo que él cree que se merecen. Suda y las cámaras comienzan la transmisión. Ellos deben escucharlo por radio.

—Camaradas; amigos, amigas: buenas noches. Esta vez no vengo a hablarles como un ciudadano más. En este mensaje de emergencia voy a desempeñar, como nunca antes, mi cargo de Presidente de la República Bananista de Acanomás. No voy a presentarles medidas emocionantes para la estructura de nuestra sociedad, ni a felicitarlos por un trabajo bien hecho. No, señores, todo lo absolutamente contrario: estoy aquí para informarles que por más que lo intenten, por más que sacrifiquen su vida para derrocar este sistema perfecto, no van a lograr ni arañarnos. Nada, nunca, de ninguna forma va a hacernos caer. Entiéndanlo de una vez.

Cómo odia que quieran arruinarle el negocio.

—Hace apenas unos días, personal de inteligencia bananista me advirtió sobre un futuro intento de revolución que parecía estar gestándose en las ciudades más importantes de la República. Aparentenemente, algunos “ciudadanos”, en estos años, pensaron que lo mejor que podían hacer para aportar a su sociedad era reunirse en secreto, entrenarse en tácticas terroristas y prepararse para sembrar el caos dentro de su país. Escucharon bien, compañeros. Este grupejo de gente planeaba no menos que liberar el mismo hongo que eliminó a todas las plantaciones de banana extranjeras, y vaya uno a saber por qué motivos egoístas. ¿Pueden creerlo? En lugar de aprovechar el referéndum anual, prefirieron conspirar en contra del Bananismo y evitar la sagrada vía democrática. Si no los deteníamos a tiempo, el horrible Fusarium oxysporum hubiera disfrutado de manjares en cada una de las plantaciones de nuestra principal materia prima; en menos de dos meses, la República Bananista de Acanomás habría dejado de existir.

Y cuánto le cuestan las palabras en latín.

—No pienso extender este mensaje más de lo que haga falta. Sobre todo, quiero informarles a ustedes, a los verdaderos ciudadanos de este modelo impecable de República, que la amenaza ya fue desactivada y que todas las personas involucradas fueron trasladadas a sectores apropiados. No se preocupen, que estamos más que preparados para enfrentar este tipo de situaciones. Duerman tranquilos, compatriotas, que nosotros, como siempre, nos encargamos de cuidarlos.

Y qué bien exprime el paternalismo.

—Y para ustedes, basuras, terroristas, que ahora me están escuchando, tengo una sorpresa especial. ¿Piensan que van a pasar algunos años en la cárcel, que vamos a interrogarlos hasta que se quiebren, que pretendemos castigarlos de alguna forma horrible? Bueno, si es así, lamento decirles que se equivocan. Mañana serán liberados bajo vigilancia y regresarán sin problemas a sus vidas normales. A ustedes, créanme, no les va a pasar nada: serán sus hijos los que sufrirán las consecuencias de su patético intento de revolución. Todo trabajador con sangre terrorista será desplazado de su lugar de trabajo, y silenciado hasta nuevo aviso. Yo que ustedes, basuras, no esperaría mis jugosos cupones el próximo mes. Y si acaso se preocupan por el futuro del Bananismo, dejen de hacerlo, señores, que fuerza de trabajo nos sobra.

Y no puede, ni quiere, evitar sonreír.

 

Agustín Capeletto
minotopo@msn.com

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