Aterrado, solo, desanimado, espera inmóvil en su cama sepia de hospital. Esta allí hace meses, y sabe que a esa hora, esos días, tiene que soportar su tratamiento. Debe hacerlo, porque es la única forma en que, al menos dentro de unos años, mejorará y podrá reintegrarse a la sociedad. Por ahora, permanecerá, por su bien, completamente aislado del mundo. Excepto esos días, a esa hora, por supuesto, cuando recibe su tratamiento.
Para amenizar su estadía, el hospital ordenó, antes de su internación, la remodelación de uno de sus mejores cuartos. Todo debía ser, por pedido del psicólogo, sepia, de maderas blandas y sin demasiados ángulos violentos. Cualquier otra configuración del espacio provocará situaciones indeseables, incontrolables, aseguró el doctor, con estudios dudosos en la mano. Las condiciones de seguridad no podían ser menos rigurosas. La más leve filtración del mundo exterior causará desastres irremediables, continuó el psicólogo, notablemente alterado, agitando los papeles mencionados. Un guardia armado, equipado con una mascara de gas, hoy se ocupa de eliminar las amenazas que osan acercarse a la puerta sellada de pino sepia.
Esa es su vida. Su único escape, controlado, son hojas cuadriculadas, de puntas redondas, del mismo color que el resto de la habitación. Al entregárselas le explicaron su función: allí debería escribir, periódicamente, sus sentimientos, dudas, inquietudes o cualquier cosa que se le ocurriera. Las hojas serían archivadas, día a día, para su posterior recopilación y devolución al paciente. No te preocupes, será nuestro secreto, dijeron, no las revisaremos. Por supuesto, lo hacían, realizando anotaciones técnicas, en imprenta, insensibles, junto a los vómitos cardíacos del estudiado. Todo por mejorar su calidad de vida. Y la del resto.
Los reportes médicos, digeridos de millones de cuadrados sepia y ordenados en forma cronológica, se reducen, a favor de la eficacia administrativa, a esto:
No entiendo por qué tanto alboroto. No me creo tan especial. ¿Qué los motiva a proveerme comida, alojamiento y seguridad, a cuidarme celosamente de cualquier intrusión exterior? Sé que mi caso es raro. Sé que no hay muchas personas alérgicas a la poesía. Pero esto es demasiado. Es exagerado. Voy a preguntarles.
CAUTELA: POSIBLES CUESTIONAMIENTOS. TOMAR MEDIDAS INMEDIATAS.
Estoy acostumbrándome. Las explicaciones a mis planteos de contención son adecuadas. Tienen razón. Después de todo, no se puede vivir sin poesía, todo se volvería sepia, como este cuarto. Los días perderían belleza, como me explicaron. No puedo arriesgarme a que sea mi culpa. Aquí estoy contento.
MEJORÍA: MANTENER CAUCIÓN. INICIAR BÚSQUEDA DE TRATAMIENTO.
Aún desconozco la razón de mi alergia. Ya no responden a mis preguntas, creo que por pura ignorancia, alegando prontas curas y medicaciones. De lo único que estoy seguro es que cada vez que leo, veo u oigo un poema, desfallezco, me ahogo, siento pánico. Es horrible. Lo peor son sus derivados: la música, cualquier cosa que rime y todo lo que esté estructurado en verso. No podía continuar de esa forma, pensando que la poesía estaba contaminada por márgenes inútiles, palabras insulsas, espacios sobrestimados, mayúsculas pretenciosas, signos superfluos, repeticiones innecesarias. Por una supuesta capacidad de transmitir colores, ambientes, sensaciones, personajes, en palabras inconexas, sin sentido. No era natural vivir así. Tengo que aprender a tolerarla. Es lo mejor. Para todos.
RECUERDOS EN DEMASÍA: COMENZAR TRATAMIENTO NO AMBULATORIO.
Es horrible. No puedo soportarlo. Tengo que escapar de aquí, tengo que lograr que me liberen, que entiendan que ya no me importa curarme, que sólo quiero vivir. Evitaré todo lo poético, lo prometo, no escucharé más la radio, no pararé en aquel bar, llevaré orejeras todo el tiempo: sé que leen estas hojas, háganme caso, por favor, ya no lo aguanto, ya no más. El tratamiento es demasiado duro. Es inhumano. Paren. Se los ruego. Haré lo que quieran, cualquier cosa, menos ese tratamiento.
RESULTADOS DESFAVORABLES: AUMENTAR INTENSIDAD DE TRATAMIENTO.
No le harán caso. No permitirán que salga hasta que haya pasado el tiempo necesario. Caso contrario, las consecuencias serán, como mínimo, trágicas: en cada esquina, en cada canción, en cada verso, caerá desfallecido, sentirá pánico, sufrirá ahogos. O, incluso, catastróficas: contagiará a los indecisos, a todos aquellos que sólo aparentan su gusto por la poesía, a todos aquellos que la leen por inercia, alegando interpretaciones vívidas en cementerios de palabras. No tomarán tal riesgo. Menos ahora, que lograron contenerlo, atraparlo, encerrarlo, aislarlo del mundo. No permitirán que no acepte, que no tolere, que no le guste, la poesía. No está bien. No es natural.
Su única opción es el tratamiento intensivo que tanto sufre. Esos días, a esa hora, es llevado a cabo en forma rigurosa, sistemática, médica: dejan pasar por la puerta de pino a un hombre de boina sepia, anteojos redondos y pantalones gastados, que trae junto a su olor particular una silla plegable y un libro indefinido, siempre cambiante. El especialista arma y acomoda la silla, se aclara la voz con un ademán exagerado, abre el libro en una página al azar y comienza a recitar el texto afortunado, ante la mirada aterrada de su paciente de turno. Hoy toca Girondo.