Intentos literarios
 
Efigie
I

“Los comienzos de la fotografía estuvieron signados por el terror a la pérdida del alma. En cada presentación, en cada exposición que se presentaba la nueva técnica, no faltaba quien se horrorizaba al pensar que saldría de allí sin su esencia, sin su preciada condición de original. Desde su punto de vista, una vez fotografiados, inmortalizados en una imagen supuestamente eterna, ya no serían los mismos, ya no podrían creerse únicos, singulares. Sin esencia, sin alma, vagarían por el mundo como una masa de individuos acéfalos, guiada cómodamente por los pocos que en aquel momento sabían manejar los intrincados aparatos.

La enfermedad, identificada más tarde como una desviación específica de la tecnofobia, fue erradicada gracias a un tratamiento efectivo y sencillo de aplicar. El paciente era atado a una mesa vertical frente a tres cámaras estratégicamente posicionadas; especialistas se aseguraban de realizar disparos certeros y al unísono, en cuatro tandas; la víctima tecnofóbica era desatada y encerrada en un cuarto blanco, sin acolchar, el cual se inundaba con ráfagas de luz intensa cada cinco segundos; a los seis días, el paciente era dejado en libertad. Según registros hoy recuperables, no se documentaron más de una docena de casos fatales al tratamiento. Más que suficientes para declarar su carácter obligatorio, incluso preventivo.

Aquellos que pudieron probar sus terrores como verdaderos recibieron también sus correspondientes ráfagas de disparos certeros y al unísono.”

II

Desde niño me obsesiona la fotografía. Recuerdo cómo mataba horas en el patio oscuro de mi casa viendo imágenes de puntas redondeadas, cómo las coleccionaba con fervor, cómo las organizaba en cajas de zapatos especialmente preparadas. Conseguirlas era la parte fácil: solía robarlas, secuestrarlas, cada vez que tenía oportunidad de hacerlo; aceptaba donaciones, también, que no escaseaban. Lo complicado era esconderlas lo suficiente como para que mi madre no las encontrara. Nunca había podido complacerla. Siempre, por más que hubiera hecho las cosas bien, tenía algo para regañarme. Lo único que quería era que se sintiera orgullosa de su hijo, hacerla feliz por lo menos cinco minutos. Pero no. Cada vez que encontraba mis archivos, mis cajas con fotos, me las quitaba sin pensarlo. Cuando juntaba suficientes, las quemaba donde yo pudiera verlas. Sin entender la función de los papeles que ardían, solía decirme, más bien reprocharme:

¿Por qué no sos normal? ¿Qué hice para que me trates así? Todo el día mirando esas fotos, esas imágenes horribles de vaya uno a saber quién. Podrías ser como tu amigo, el de enfrente, que tan bien se porta, que tan bien le va en el colegio. Pero no, claro, no sos capaz de regalarme siquiera eso. No: preferís sentarte ahí, mirando esas fotos, embobado, como si fuera lo único importante, como si no tuvieras nada mejor que hacer con tu vida, como si no tuvieras alma. ¿Qué vas a hacer cuando seas grande, cuando no esté para cuidarte? ¿Cuándo vas a ser alguien? ¡Despertate! ¡Abrí los ojos!

Los tenía bien abiertos: examinaba cada una de las fotografías hasta el último detalle con mi lupa, intentando encontrar características mínimas que a primera vista se resistían a aparecer. Hallaba mundos de personas ocultas, risas contenidas, miradas displicentes, abrazos falsos, reuniones forzadas. No podía dejar de hacerlo: desde aquel fragmento de un libro abandonado por los dueños anteriores de la casa, sabía que dentro de cada imagen se encontraban inmortalizadas, encerradas, las almas de las víctimas fotografiadas.

Me propuse encontrar una forma para liberarlas. Pensaba que una vez identificados todos los detalles mínimos invisibles a todos, el verdadero contexto detrás de cada imagen aparecería, sus presos quedarían libres. No lo hacía para salvar las almas de las víctimas encerradas. Nada de eso: sólo para alimentar, más bien crear, la mía. Tal vez así dejaría de gritarme.

Ninguna técnica funcionó.

Comencé a comerlas al cumplir quince. Cansado de no poder comprobar mi teoría, tomé las tijeras del costurero de mi madre, que dormía, corté en pedacitos comestibles las fotos más jugosas y los saboreé uno por uno, asegurándome de no dejar escapar ni en más minúsculo fragmento de alma filosa. Me desperté al otro día con la garganta algo lastimada, pero satisfecho como nunca en mi vida. Por primera vez, me sentía algo humano. Me sentía alguien. Al fin podría complacerla.

III

Los negativos probaron ser más sabrosos y prácticos. Kilos de rollos engullidos terminaron de construir mi alma. Abandonados detrás de casas de fotografía, desmerecidos por sus empleados, regalados como llaveros, se me hicieron mucho más cómodos de encontrar y preparar. Un cuchillo, modificado por el uso, despega la primera tira del recipiente de metal; dos incisivos, algo gastados, toman el negativo por la punta y succionan, alimentándose a gusto; terminado el procedimiento, la tira es almacenada en su depósito correspondiente, rotulando la cantidad de centímetros sobrantes. Mejor imposible.

Vivo solo. Por elección: no podría compartirme con nadie. Una compañera estorbaría, necesitaría cosas, me pediría favores. Como si estas tres razones fueran poco, me obligaría a conseguir el doble de raciones diarias. Así estoy bien. Tengo un departamento pequeño, equipado con el cuarto que necesito. Los únicos muebles de la habitación son mi viejo colchón desvencijado, que alguna vez supo tener sabanas limpias, y un armario blanco, que armé y pinté yo mismo. El calificativo armario le queda realmente holgado: son sólo dos patas que se mantienen en pie por voluntad propia. Lo importante son sus cajones. Cada uno, apenas arriba de su manija, tiene una de las siete iniciales de la semana; dentro de ellos, cómodos separadores se encargan de ordenar las raciones diarias. Organizarme de cualquier otra manera sería demasiado peligroso.

Los problemas son dos.

La manutención es complicada. Para poder mantenerme vivo, completo, debo comer al menos once rollos al día –dos al desayuno, cuatro al mediodía, uno a media tarde y el resto en la cena–. Es cierto que son fáciles de conseguir, baratos, incluso gratuitos, pero apoderarme de los a veces trescientos treinta, a veces trescientos cuarenta y un rollos necesarios por mes no resulta siempre un trabajo placentero. No estoy para nada orgulloso de haber robado tantas cámaras fotográficas, pero no tengo otra opción. Si no alimento mi alma como es debido, toda mi integridad como sujeto podría derrumbarse. No soportaría volver a ser ese niño con sobrepeso, algo estúpido, que tanto decepcionaba a su madre. No otra vez. No te preocupes, mama.

No puedo ser capturado. Después de haber estudiado palabra por palabra el libro polvoriento que se desarmaba desde hacía años en mi casa, supe que nunca debía dejar que el lente me alcanzara. Que horror, que desgracia caer víctima de una fotografía, quedar instantáneo en un papel plastificado que se aconseja no manchar. Tendría que empezar la construcción desde el principio. No lo soportaría. El peligro aumenta todos los meses. No puedo darme el lujo de perder todo el trabajo que he realizado hasta ahora. Demasiado tiempo ha costado construirme sujeto como para abandonarme a la primera ocasión de foto. Prefiero esconderme, esperar la ráfaga de luz, y salir cuando es seguro; o quedarme detrás del lente para presionar yo mismo el botón de captura. Pensé muchas veces dedicarme profesionalmente a la segunda opción –el oficio de la primera creo que es inexistente–, pero el terror de capturas accidentales siempre terminó por acobardarme.

Todos los días intento calmarme, creer que los peligros son más que lejanos. Nunca lo consigo. Están empezando a perturbarme.

IV

Escapar del lente no alcanza. Cualquier cosa que refleje, que pueda reproducirme sin errores, es potencialmente peligrosa. No puedo seguir así. Siento que me ahogo, que no puedo moverme sin caer víctima del secuestro de mi alma, de mí, que tantos negativos me ha costado construir. Tengo que solucionarlo.

Me rehúso a encerrarme en mi cuarto. No me molestan la humedad, los ruidos, ni siquiera el olor. Simplemente no puedo, no quiero aceptar que podría perderme en manos de algún espejo. Pero no voy a aislarme en mi cuarto sin ventanas, lleno de rollos gastados y a ingerir: voy a enfrentar por la fuerza todo lo que se atreva a encontrarme. Palo y guante en mano, voy a salir, ahora, a destrozar cualquier cosa reflexiva. Espejos, vidrios, metales, agua, ojos, van a ser mis inevitables víctimas, y nunca más viceversa. Por fin voy a librarme de este miedo. Ya verán. No volveré a ser el de antes. Ya no podrán capturarme. Nunca más, mamá.

Antes, provisiones. Salir a despedazar cualquier elemento capaz de secuestrarme sin alimentar mi alma como debo sería una imprudencia. Es lógico que partes de mí sufran reflejos dañinos: prefiero engullir dos raciones completas ahora mismo y no lamentarme luego. Que horror.

Veintidós rollos me miran atentos, con tiras agujereadas saliéndoles de sus costados. ¿Se estarán burlando? No hace falta sentarme. Ni masticar. Sólo comer para protegerme.

V

No fue el olor lo que obligó al encargado a tocar su puerta –después de todo, ya se había acostumbrado a los fétidos aromas que subían de aquel segundo piso–. Lo que molestó su atención fue el olvido de la renta del mes, lo único que garantizaba a todos los inquilinos, sin excepción, su no expulsión a las calles. Ya había pasado una semana desde la fecha límite, y no estaba dispuesto a esperar ni media hora más para aplicar la ley. Antes de siquiera bajar y tocar su puerta, llamó a la policía, que acudió con ansias de participar en el futuro espectáculo. Golpearon la madera hueca cinco veces, acompañándolas con gritos eufóricos. Pero nada. Volvieron a golpear, esta vez con más fuerza, astillando apenas la puerta. Y tampoco. Decidieron, por fin, tirarla abajo, por el bien de la sociedad en conjunto.

Lo que vieron dentro aún hoy los sorprende. No encontraron en el departamento ningún deudor atrincherado, ningún insolente capaz de desafiar las reglas de la renta; hallaron, en cambio, un hombre pálido, extremadamente delgado, casi desnutrido, que yacía muerto, ahogado, con tiras de negativos en la boca, en un colchón casi inexistente.

La multitud que atrajo el nuevo espectáculo fue más numerosa que el anterior. Investigadores, criminólogos, y, sobre todo, periodistas, atiborraron el cuarto de costoso equipamiento para exprimir todo el jugo de la historia de la semana. Cámaras fotográficas, con luces blancas, gigantes, bañaron su cadáver de irremediable secuestro. Al día siguiente, “Confusa muerte por ahogo: la víctima se habría suicidado ingiriendo rollos de negativos”, acompañó a su primera y única instantánea en las tapas de los diarios. Inmortal después de muerto, dirían algunos.

 
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Agustín Capeletto
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