Intentos literarios
 
Epigrafía

No es perfeccionismo: si todo pudiera ser indefinidamente perfectible, me volvería loco. Es acomodar las cosas para que cuadren en su lugar correspondiente, organizarlas de la manera adecuada; es cuidar los detalles, los pequeños fragmentos que no sobresalen, pero determinan la calidad del conjunto; es no escribir una coma de más, no dar una pincelada innecesaria, no decir una oración superflua; es conocer, siempre, el punto exacto, la medida justa que las cosas necesitan para considerarse apropiadas. Nada más.

Viviendo así, aplicando esos parámetros, logré aliviar la presión que el mundo ejercía sobre mis hombros. Sólo de esta forma pude eliminar todo lo que no terminaba de convencerme, todas las pequeñas características que perturbaban y que estoy seguro ya nadie extraña. Es fácil. Cada vez que algo me molesta, lo tomo, lo examino, y lo corrijo. Libros, fotografías, cuadros, personas: da lo mismo. Lo importante es qué, sin excepción, todo puede adecuarse hasta ser apropiado. Mi familia lo sabe, y no hace preguntas estúpidas; mis amigos lo saben, y sólo hablan cuando se creen capaces; yo lo sé, y nunca lo cuestiono.

Ya había adecuado todos los libros que descansaban en mi ahora envidiable biblioteca, corrigiendo comas, puntos, acentos, incoherencias e historias estúpidas. Ya había mejorado todas las fotografías de mis álbumes, alterando colores, moralizando expresiones y modificando contextos. Ya había limpiado todos los cuadros de las galerías aledañas a mi casa, quitando texturas, agregando tonalidades y justificando críticas. Ya había ajustado las opiniones, la ética, la moral, los valores y las creencias de los que me rodeaban. Y todo, por fin, encajaba perfectamente en su lugar. Ya no quedaban detalles a corregir. Estaba equivocado.

Mi rutina era invariable: me levantaba, tranquilo, temprano, con el tiempo suficiente para bañarme, desayunar, leer cinco noticias interesantes del diario, vestirme y llegar al trabajo a punto. Pero ese día era distinto. Algunas noches atrás, mientras dormía, había fallecido mi padre. No era su muerte lo que me alteraba sobremanera, sino el hecho de que ya no podría seguir adecuándolo y, sobre todo, que tendría que manejar hasta el cementerio para presenciar su pomposo entierro. Resignado, molestando mi rutina, odiando aquella lluvia, fui hasta el lugar, me senté en mi silla reservada y escuché sin mucha atención los discursos de varios familiares desconocidos mientras mojaba inevitablemente mi traje. Esperé a que se fueran todos, me levanté y caminé decidido hasta la lápida. Lo que vi inscrito en ella fue lo que desencadenó todo esto: Irremplazable hijo, excelente padre, destacado ciudadano. ¿Qué era eso? ¿Quién había, sin mi importantísimo consentimiento, grabado aquellas seis palabras, aquellas tres mentiras, en la piedra? No podía irme de allí sin corregir el epitafio, no podía simplemente volver a mi casa sabiendo que ahí, en ese mismo lugar, había un error esperando a ser erradicado. No lo hice. Volví a mi auto y tomé mi siesta de las cinco. Desperté gracias a la radio, a las siete, cuando ya a nadie le interesaban los cuerpos pudriéndose a metros bajo tierra. Me dirigí a la lápida y la tomé prestada hasta que estuviera lista. Compré un pequeño martillo y un certero cincel camino a casa, mientras repasaba mis clases de escultura y me entretenía recordando mis inigualables obras de arte. Sequé el auto una vez dentro del garaje, volví a planchar el traje que debía usar en días posteriores, y por fin pude detenerme a adecuar. Decidí, por mi relativamente escasa experiencia en el manejo del cincel, modificar solamente los tres adjetivos: irremplazable, excelente, destacado. No me hizo falta investigar. Sabía, estaba seguro de que no eran los correspondientes, que mi padre no había merecido esas tres palabras en ningún momento de su vida. Comportamientos desmedidos, actitudes egoístas, aventuras secretarias, aficiones alcohólicas, golpizas reiteradas, bastardos olvidados, fraudes imperdonables y etcéteras varios: todo contribuyó a que sus verdaderos adjetivos fueran otros. La mañana siguiente, barrí los escombros, escogí un lugar adecuado para mi nuevo cincel y martillo, y partí al cementerio para devolver la lápida que descansaba en el baúl. Insípido hijo, terrible padre, reprobable ciudadano, decía. Mucho mejor.

Pero no fue suficiente. Esa adecuación de adjetivos no bastó para saciar mis nuevas ansias de corrección de epitafios. Todo lo contrario: me abrió un nuevo campo de detalles adecuables. Sabía que aquel cementerio estaba lleno de errores; conocía a la mayoría de los que estaban enterrados. Era lo que faltaba. Era lo único que aún no había podido convertir en apropiado.

Ahora, por supuesto, mi rutina es distinta. Apenas: el único cambio sustancial es que en lugar de salir cronometradamente desde mi casa hasta la oficina, lo hago hasta el cementerio. Se ha transformado en mi nuevo trabajo. Todas las semanas escojo un nuevo proyecto, investigo al difunto y agrego, modifico, borro y corrijo. Hasta ahora, además de mi padre, adecué otras dos lápidas imprecisas.

La primera era pesadísima. Le pertenecía a una mujer, a una anciana que, según decían, había dedicado su vida entera a ayudar a los demás. Su lápida leía: Aquí yacen los restos mortales de Julia, amada y respetada por toda su comunidad. Que estupidez, pensé, mientras tomaba prestada la piedra. Que epitafio tan insulso, tan común, para una persona tan supuestamente amada. No tuve otra opción que investigar y adecuar. Lo que en un principio era una simple corrección de estilo, de estética, se transformó en una modificación total. Julia, tan amada, Julia tan respetada, ni siquiera se llamaba Julia: había nacido bajo el nombre de Andrea por petición de su desaparecida madre adolescente. Julia, en realidad Andrea, nunca había tenido el valor de dar a conocer su secreto, de aceptar quien realmente era. Decidí hacerlo por ella. Después de muchos llamados telefónicos y necesarios retoques, su lápida leyó: Aquí yacen los restos mortales de Andrea, tal vez Julia, antes amada y respetada por toda su comunidad. Inscribí algunas palomas a los costados, sólo para practicar mi manejo del cincel.

La segunda fue mucho más arriesgada. Sabía que meterme con la lápida de un sacerdote probablemente me prohibiría la entrada al cielo, pero cuando leí Señor, recibe a este amante de los niños con la misma devoción con que el te entrego su alma, no pude más que tomar la piedra para trabajar en ella. Conocía a aquel párroco: lo había sufrido en mis años de juventud. Todos los domingos, lo quisiera o no, debía estar en la primera fila de la iglesia de la mano de mi progenitor para memorizar las inviolables leyes mundanas. Mi padre, que casi siempre dormitaba a mi izquierda, no era el único que no merecía tal titulo. En el colegio, en los recreos, nunca escaseaban pruebas del gran amor que el sacerdote nos tenía a todos, incluyéndome. Desenterrar esos recuerdos me trajo muchas noches sin dormir, varias rutinas desorganizadas y, también, un enorme dolor de cabeza, que era agravado por mi incapacidad de corrección del epitafio. No podía, por más que pensara toda la noche, o noches, encontrar el punto exacto que tanto necesitaba. Me frustré muchísimo, hasta que pude entender el error de la inscripción. Me llevó dos minutos corregirlo: Señor, recibe a este amante de los niños con la misma devoción con que él te entregó su alma. La medida justa.

Cada vez que repongo la piedra corregida, no puedo evitar sentir, tras una enorme sensación de alivio, el mundo más tolerable, mis hombros un poco más livianos. No sería apropiado detenerme en estas tres lapidas. No: conozco perfectamente mis responsabilidades morales, sociales. Revisaré con mi cincel todas las lapidas inscritas en el cementerio. No dejaré que escape ninguna. Sólo cuando termine podré, podrán, podremos descansar en paz.

Manejando hacia el cementerio, camino al trabajo, respondo una de las contadas preguntas que todavía no había sido capaz de adecuar. Me inquietaba cada vez que tomaba prestada una piedra; distraía mis trabajos de investigación; obstaculizaba los impostergables momentos de corrección. Había encontrado soluciones tentativas, algunas más viables que otras, pero ninguna lo suficientemente apropiada. Ya no molestará más. Satisfecho, sonrío mientras imagino un preciso, sencillo e impecable De nada esculpido en la lápida.

 
Comments:
Agustín,
"Epigrafía", a mi entender, es un gran cuento. Está muy bien trabajado: creo que lograste una forma acertada de narrar una obsesión que se torna bizarra.
En cuanto a la temática, me interesa la idea de que una obsesión va más allá de la mente y de la vida cotidiana y que llega a modificar o a afectar algo de orden más global.
En cuanto a la forma (lo más importante) pienso que narrar el cuento en primera persona fue una elección acertadísima de tu parte. El relato en primera persona funciona muy bien, me parece, a la hora de contar la historia de la obsesión que tu narrador cuenta.
Un pequeño comentario, a ampliar en otro momento. Saludos.
 
Me gustó señor.
Impecable,sin hacer pompas.
Quizás...veo cierta monotonía,nada más.
Saludos.Lina Beaver( Sara )
 
Me referí a "Epigrafía"
Saludos.
Lina Beaver( Sara )
 




<< Home

Agustín Capeletto
minotopo@msn.com

Índice

Epigrafía


Creative Commons License