—Esto no es vida —le dijo a su compañero, otro sobreviviente, mientras corría con miedo las cortinas de su refugio—. Así no puedo... así no podemos seguir.
—Lo sé —respondió con un seco suspiro el otro lado de la oscuridad—. También que no hay nada que podamos hacer. No hace falta que te recuerde todos los esfuerzos inútiles.
—Los conozco de memoria, creeme. Pero ya no puedo soportar un segundo más encerrado, escuchando las maneras en que podrían asesinarnos. ¡No voy a esconderme hasta que dejen de caer! ¡Ya pasaron tres años!
—Tranquilizate. No seas estúpido. Sabés muy bien que si no fuera por este cuarto estaríamos muertos hace rato. ¿Escuchás el ruido que hacen al golpear el techo? Imaginatelos sobre tu cabeza.
—Vale la pena arriesgarse: ya casi no nos queda comida. Hay que salir. No es tan difícil... ¡no necesito más que esta aspiradora para vencerlos! —gritó, levantándose de un salto y mirando con odio hacia la ventana. Abrió la puerta, se aferró al caño de plástico del electrodomestico y obvió las suplicas de su compañero: saldría.
Cuando comenzó fue algo hermoso: sin que nadie lo esperara, sin que nadie pudiera explicarlo, el cielo del pueblo se vio cubierto con semillas blancas, peludas, que bajaban volando con gracia y sin ningún apuro visible. La sorpresiva llegada de los dientes de león o panaderos o Asteráceas o vilanos parecía encantarles a todos. Los niños corrían, sonriendo, atrapando las semillas para despedazar, satisfechos, sus pelos; los adultos las miraban, envidiando su absoluta falta de responsabilidades y compromisos; los ancianos intentaban capturarlas en frascos vacíos para robarles algunos años en deseos. Eran tan inofensivos, tan suaves, tan bonitos a la vista, que hacían felices a la gente. Despreocupación y alivio generalizado podía olerse en el aire, mientras más y más semillas caían volando.
Lo siguiente que pudo olerse fue desesperación y muerte. Es cierto, algunos dientes de león o panaderos o Asteráceas o vilanos flotando indecisos en el aire son agradables a la vista, divertidos de perseguir, pero cientos, miles de ellos al unísono atacando desde el cielo pueden ser mortales, y comprobaron serlo. La diversión cesó.
Las primeras víctimas fueron en su gran mayoría niños, que prefirieron perseguir semillas peludas con redes improvisadas en vez de oír a sus ruleras madres. Los más afortunados murieron aplastados por avalanchas infranqueables; los menos, ahogados: se reportó el escalofriante caso de una niña que tragó –o intento tragar- más de cincuenta y seis dientes de león o panaderos o Asteráceas o vilanos. Temiendo los efectos de la plaga, seguros de que no pararían de caer, todos decidieron refugiarse. Era su única opción.
Tres años de guerra lograron eliminar a casi toda la población. Las necesarísimas excursiones en busca de comida, el inevitable desplome de techos mal construidos, la súbita locura refugial, los intentos desesperados de controlar la invasión y el suicidio hicieron que aquel pueblo que antes pintaba con tonos verdes el paisaje sea hoy una asquerosa y uniforme mancha blanca en el mapa. Los pocos que todavía quedan en pie caerán en manos de los dientes de león o panaderos o Asteráceas o vilanos.
Acurrucado en el único rincón seguro del refugio, inmóvil en la oscuridad, no podrá olvidar la imagen que vio hasta que por fin sea su turno: confiando en su aspiradora, su amigo caminó tranquilo hasta el campo de batalla, donde caían dientes de león o panaderos o Asteráceas o vilanos sin parar. Esperó que las semillas lo rodearan completamente, seguro de que su arma sería la salvación para los que miraban atentos desde las ventanas, y, con una sonrisa que podría considerarse maliciosa, accionó el botón de encendido en el momento justo. Fue una lástima que hubiera olvidado enchufarla.