Intentos literarios
 
Isósceles

A


Es un sistema idealmente justo. En la primera semana de Enero, se toma una lista detallada de habitantes en edad productiva y, mediante un bolillero adaptado para la tarea, se le asigna una profesión al azar a cada uno de ellos. En sus años de labor, un ciudadano puede ser deshollinador, vigilante, chofer de ómnibus, cartero, ingeniero, medico, mecánico… exceptuando los puestos públicos, que son resguardados y bloqueados para asegurar la estabilidad del sistema, cualquier tarea puede ser desempeñada por cualquier trabajador. El pensamiento fundamental es que, al incorporar la experiencia de un nuevo oficio cada año, el obrero promedio obtiene más conocimientos de los que cualquier universidad del mundo le puede ofrecer. No hay quejas, reclamos o devoluciones posibles: todos debemos adaptarnos, o ser adaptados a la fuerza. Ya aprendimos nuestra lección con el caso de los maestros jardineras.


Este año soy dramaturgo. Debería sentirme orgulloso, considerando que sólo otras seis personas obtuvieron esta profesión y que es una de las que más libertad creativa permiten. Pero no. Odio las libertades creativas. Si pudiera, las eliminaría por completo del sistema. El año pasado, siendo empleado de oficina, pasé las cincuenta y dos semanas más felices de mi vida, ingresando números en plantillas con nombres inentendibles y adornando mi cubículo gris. Pero ahora tengo que crear una obra en los primeros treinta días del año y dirigirla los siguientes trescientos treinta y cinco. ¿Cómo se supone, primero, que escriba una obra de teatro sin tener experiencia previa en el área y, segundo, que la dirija el resto del año, si ni siquiera se usar la máquina de escribir, si ni siquiera tengo una computadora?


Las instrucciones que me entregaron tampoco ayudan. Decían (extravié el folleto) que mi nueva profesión era de las más importantes, que fomentaba la necesarísima cultura en la sociedad, y que debía tomarla con el mayor de los honores. La obra creada debía tener al menos tres actos, desarrollarse con un escenario acorde a la cantidad de escenografistas asignados e inspirar en la población que la viera un orgullo y una inflación-de-pecho acorde a la postura nacionalista adoptada por el gobierno. El salario, además, estaría adecuado a los estándares artísticos. Esto último no es lo que me molesta. Está bien que cada tanto me paguen una miseria merecida… ¿pero usarme como una burda herramienta ideológica? ¡Ni que les hiciera falta!


No puedo no hacerlo. Es lo que el sistema me asigno como justo. Por suerte, todavía tengo días suficientes para resucitar la gastada idea de un triángulo isósceles (en otro año fui matemático): dos personas, A y B, en igualdad o des-igualdad de condiciones, que necesitan a un tercero, C, inferior, capaz de conectarlos y cambiar su destino. Sin este último, los dos anteriores no podrían ser, nunca, nada. Una vez cerrado el triángulo, A y B pueden conocerse, complementarse y lo que es mucho más importante: planear el derrocamiento definitivo del injusto sistema que los oprime, mediante la formación de polígonos de resistencia cuales soviets. Intentan eneágonos, dodecágonos e incluso isodecágonos, pero irónicamente, fallan en forma sistemática, con consecuencias bastante mortíferas para todos los involucrados. Excepto para C, claro, que nunca se entera de lo que ayudó a crear más allá que por los repudios de diarios.


Conozco lo brillante, e incluso plausible, de la (no me atrevo a decir mi) idea, de la estructura isósceles. Pero me es imposible escribirla. Todos los consejos y las técnicas de escritura que me recomendaron los talleristas profesionales no me funcionan. Ni inspiración musical, ni escritura automática, ni lectura de grandes. Y así estoy, en una de las imágenes más trilladas de la literatura universal (fui librero hace años): sentado en una silla incómoda, en un departamento oscuro, con una máquina de escribir desvencijada y una pila de hojas a llenar con mi genialidad dramatúrgica. Fuerzo las teclas, imprimo caracteres en las hojas, pero no significan nada. No tengo un estilo único, ni un manejo del lenguaje envidiable. Mucho menos un vocabulario imposible de mensurar. No tengo nada.


Pensándolo mejor, aprovecharme del abuso y la prepotencia redactiva características de la corrección editorial es la única alternativa. Aún no fui editor, pero sé como funcionan este tipo de cosas. El autor entrega el sufrido manuscrito a la generosa editorial, que acuerda publicar el fruto de sus entrañas con una pequeña, casi minúscula, condición: reescribir-tachar-recortar-alterar-borrar las partes que lo necesiten o que ellos consideren necesitadas. Según mis cálculos, si les entrego una pequeña reseña de lo que podría llegar a ser mi obra de teatro, ellos harán, gustosos, el resto.


Ojala funcione. Mi vida depende de ello.


c


Decidido, con pasos firmes, sube los escalones que todavía le restan a su recorrido. Es feliz con el papel que este año le toca actuar. Ya estaba harto de los niños de preescolar. Su gorra, su camisa planchada la noche anterior y su brillante bolso azul lleno de cartas sacian sus no muchas ansias de dignidad. Toca timbre; espera: no atienden. Piensa. Agachándose, empuja el papel marrón por debajo de la puerta. El contenido genérico del sobre arrugado enuncia:


En el marco del esperado Concilio-Teatral-Nacional-Obligatorio, celebrado cuarenta y ocho semanas al año, se le informa que ha sido designado para interpretar uno de los roles en una de las obras a representar y re-presentar. Se le recuerda, amablemente, que tiene la tarea, el deber, el compromiso, la obligación y la imposición de interpretar sin fallas el papel que le fue asignado al azar. Se le advierte, también, que de no presentarse, de no prepararse o de equivocar sus líneas, será encerrado, reformado y devuelto otra vez a la sociedad. El proceso se repetirá las veces que sean necesarias. Las instrucciones y el guión correspondiente llegarán entre los dos y los veinte días posteriores al recibimiento de esta comunicación oficial. Considérese notificado, honrado y, sobre todo: obligado.


Indeciso, cuarenta días más tarde, lucha con los escalones restantes arrastrando los pies. Pierde algunas batallas. Odia sus días, su vida, su trabajo y todo lo relacionado a su persona: su gorra deshilachada, su camisa arrugada y su incómodo bolso lo aplastan como la mosca que le tocó ser. Dignidad no tiene. No le interesa conocer a sus remitentes. Toca timbre, deja el paquete en la entrada (esta vez es muy grande como para introducirlo por debajo) y se obliga a caminar hacia la salida. Una etiqueta blanca puede verse en el empaque:

Concilio-Teatral-Nacional-Obligatorio: Isósceles. Versión final: reescrita-tachada-recortada-alterada-borrada. Entréguese en mano.


B


No… ¡no puede ser! Otra… ¡otra vez! –dijo, días atrás, con cara de desencajado, rompiendo en pedazos un sobre marrón. ¡Es simplemente imposible!


— Tranquilo, amor, no es para tanto. No seas exagerado. Todos tenemos nuestra carga. A mí, por ejemplo, esta vez me tocó ser mamá. ¿Pensás que me gusta tener alzado este engendro todo el día? Si sólo dejara de cagarse encima…


— No es lo mismo, sabes que no es lo mismo. ¡Es la treintava, la treintava puta vez que me toca actuar de actor! ¿Cuáles son las chances de eso? Además, como si fuera poco, como si me faltara algo, el guión esta, otra vez, horriblemente redactado.


— A mi no me pareció tan malo… –aclaró, intentando apaciguar a su compañero. Es simpático. Además, estoy segura que sos el único meta-actor que existe. Deberías estar contento. Sos único.


— Meta-actor… ¿Qué carajo se supone que es isósceles? ¿Qué clase de palabra es esa? –un frenético intercambio entre sus uñas y su cuero cabelludo ilustraron la confusión presente en la pregunta.


— Eso no lo sé. Es cosa tuya.


Hay veces que al azar no le permiten ser del todo azaroso. Él, por su apellido, por su Z, debe sufrir, todos los años, del martirio de actuar de actor. Del horror de tener que vestirse, todas las semanas, con trajes ridículos y sombreros extravagantes; del asco de aprender a gesticular exageradamente y a esconder lo que realmente piensa; y, sobre todo, de la tortura de escuchar una, y otra, y otra vez, las críticas negativas acerca de su desempeño artístico. Insensibles. Él no nació para eso. Él es un artista, sí, pero no un actor. Es él quien debería estar escribiendo las obras que actúa. Eso sería justo.


No hay nada que pueda hacer, por más que quiera. Por más que lo planee en su cabeza cien, doscientas veces, no hay forma de cambiar nada. Aunque tenga escritas obras diez, veinte veces mejores que las que le toca representar, no puede. Las quejas están vedadas, y los únicos reclamos que se aceptan son de los empleados públicos. No es uno de ellos, ni lo será nunca, por lo que tiene que adaptarse. Adaptarse, o ser brutalmente adaptado.


En justamente eso que piensa ahora, a oscuras, detrás del enorme telón rojo. De todas las noches que pasó, murmurando en su cama, pensando formas de que, al menos por un año, no le tocara ser el idiota vestido con colores y boinas con pompones. De todas las mañanas que tomó el café más amargo de lo que realmente estaba, sólo por haber mirado otra vez la pila inútil de actos muertos y personajes sin voz. De todos sus planes y de todas las veces que se dio cuenta, un minuto después, que era simplemente inútil. De su necesidad de libertad artística. En todo aquello piensa, todo aquello odia, cuando se abre el telón.


Es ahí, en ese momento, mientras está parado con su traje y sus zapatos ridículos, odiando a todo el público expectante, exasperante, que se ven las caras por primera vez. Todavía no saben que no será la última.

 
Comments:
y la A?
que lindo. suena como a 1984 encontrándose con un mundo feliz.
nos vemos!
Isi.
 




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Agustín Capeletto
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