Intentos literarios
 
Candilíneo

Aunque entretenerme entre estación y estación era una de las pocas obligaciones que podía obviar sin problemas, ese día me era imposible. El tren no se movía, y no iba a hacerlo por al menos cuatro horas más: un desperfecto demasiado común había atacado sin piedad a la viejísima locomotora. El panorama era desalentadoramente aburrido. Debía esperar allí, en esa parada estéril de un pueblo que seguro ya fue abandonado, o nunca llegaría a destino a tiempo. Y nunca llegar a destino significaría menos dinero; y menos dinero significaría felicidad reducida. Recordando esto, me senté en uno de los bancos vacíos de la estación.

Desde mi perspectiva, tenia dos opciones viables. O esperaba sentado en aquel asiento el resto de las horas mientras revisaba papel y mentalmente mis futuros negocios, o me decidía por fin a investigar el tumulto –la falta de integrantes impedían considerar al grupo como una muchedumbre– que se había reunido en torno a otro de los bancos de la estación. La sola idea de mi probable reflejo en la calva del ejecutivo que necesitaba convencer me disuadió de la primera alternativa.

No recuerdo si fue un perdón, un disculpe o un con permiso lo que permitió que hacerme paso entre las otras cinco personas que rodeaban al asiento no fuera demasiado complicado. Sentado, tranquilo, apoyando sus erosionadas manos sobre un bastón adornado con piedras falsas, un anciano esperaba y hacía señas con su sombrero para que más personas se reunieran a su alrededor. Aparentemente tenía algo interesante que compartir. Tal vez fuera un genio, tal vez un estúpido, tal vez tuviera delirios de orador: cualquiera de las tres situaciones prometían al menos media hora de entretenimiento gratuito. Llegaron otros dos pasajeros varados y el viejo se aclaró la voz lo suficientemente fuerte como para que todos calláramos y por fin pudiera empezar. Me propuse escuchar su voz ronca:

Acérquense. Vengan. Veo que el tren falló otra vez. Ya no me sorprende. Todas las semanas, todos los viajes de esta compañía sufren desperfectos en mi estación. Estoy seguro de que es una simple excusa para disfrutar de mi relato. Escúchenla, y luego váyanse. Créanme: lo mejor que pueden hacer en este momento es oírme, aprender de mi desgracia, esperar a que los maquinistas solucionen el “problema” y escapar lo más rápido posible. No querrían tener que pasar ni un minuto más del necesario aquí. Este pueblo esta infestado de ignorantes, lleno de personas desagradecidas que no saben reconocer la genialidad. Lo sé por experiencia propia.

El viejo hizo una pausa para acomodar su bastón en un lugar más confortable, salivar y peinarse los pocos cabellos que aún asomaban en su sombrero. Después, prosiguió:

Soy, o al menos antes me consideraban inventor. Era mi verdadera vocación, mi pasión, lo que alimentaba mis pasos todos los días. Graduado con honores que no hace falta mencionar, me radiqué definitivamente aquí para ayudar a que el pueblo que me había visto crecer se convirtiera en un lugar habitable. Años de dedicación exclusiva a la habitabilidad me hicieron regalarles a estos desagradecidos pueblerinos inventos que, por razones de patentes y derechos de autor, no puedo revelarles con detalle. Sabrán comprender. Sería el colmo que todos ustedes se hicieran ricos a costa mía.

O bien por aburrimiento, o bien por indiferencia, o bien por incredulidad, las siete personas que acompañaban la lección se retiraron en un nuevo respiro. Yo decidí quedarme, sentarme al lado del orador. Como si nada hubiera pasado, como si nadie se hubiera escapado, como si yo no estuviera a su derecha, el anciano continuó con su relato mirando al frente:

Sólo uno de mis inventos puedo compartirles: no hay riesgo latente de plagio por la predecible falta de compradores. Si bien era y todavía es mi obra maestra, si bien mejoró la habitabilidad del pueblo en muchos por cientos, fue mi condena. Respondía a un problema que personalmente me irritaba y que a otros estoy seguro también: en mis momentos de inspiración, en aquellos instantes en que una idea finalmente tomaba forma en mi cabeza, las personas decidían molestarme. No es que lo hicieran adrede, no, claro, por supuesto. Era solamente una infalible e inevitable coincidencia repetitiva. Apenas, iluminado, abría un cajón buscando cuadernos para plasmar lo que sería mi idea más brillante, entraba la mucama, llamaban por teléfono, saludaban desde la ventana o cualquier otro etcétera que se les ocurra. El diseño de la solución, aunque tuvo que sobreponer muchas de aquellas eventualidades, podría calificarlo como minimalista: un armazón pequeño, de metal, ajustable, con una lamparita de watts variables encima, que calzaba cómodamente en cualquier cráneo humano; una vez instalado, el usuario se convertía en el feliz poseedor del único repelente de molestias existente. Cuando se deseaba ahuyentar merodeadores, la acción necesaria era la simple opresión de un interruptor en la base de la bombilla eléctrica. Viendo el resplandor, sabiendo que a su víctima se le había, literalmente, prendido la lamparita, el merodeador abandonaba sus inadvertidos fines maléficos. Era un invento perfecto, inmejorable. Tanto así, que mi en ese entonces esposa me convenció de comercializarlo en el pueblo.

Otra pausa. Por los gestos que entonces podía adivinar desde mi izquierda, la próxima parte del relato sería la decisiva. Esto era una noticia más que prometedora, considerando que la historia estaba aburriéndome sobremanera y que sentía pánico de dejar completamente solo al anciano. No quería averiguar si iba a permitir que escapara ileso. Sin mirarme, comenzó:

Ese fue el error. ¡Ese! Ese instante en que decidí vender el artefacto es el culpable de que hoy esté aquí, entre todos ustedes, contando mi desdicha. Nunca pensé que mi obra maestra fuera inestable. Tampoco que muchos niños pudieran tener interés en usarla como entretenimiento. Mucho menos que el modelo inalámbrico, equipado con una bonita y práctica lampara de aceite, podría explotar de esa forma. Debería haberlo hecho. Me habría ahorrado tantos llamados telefónicos, tantas cartas, tantos reproches, tantos años de cárcel, tantas horas contando esta historia. Si sólo... si me hubieran dejado...

Sin razón aparente, el relato cesó. Era imposible que terminara allí. Miré al orador: se había quedado completamente dormido. Por más aburrimiento, por más estupidez, por más –o menos- genialidad, había logrado distraerme el tiempo suficiente. Preferí descansar en el vagón las horas que todavía debía soportar.

Seguía durmiendo, con las manos apoyadas en el bastón, inclinado hacia adelante, con el sombrero caído, cuando por fin partimos hacía la estación correspondiente. Un halo rojo, circular, acostumbrado a llevar el peso de algo que me era imposible identificar, adornaba su cabeza. Justo encima suyo, titilaba por última vez un foco sucio, defectuoso.

 
Comments:
me había olvidado de este espacio...
qué bueno que sigas escribiendo agus, me alegro. si no fuera porque son las cinco de la mañana casi y yo deambulo en vez de pensar, te leería con más atención. así de corrido no entendí nada XD

te mando un saludo che, da gusto dar vueltas por acá.
 
Hola, Agustín

Me impresionó “la vuelta de tuerca” a la historia del pasajero que queda varado en un pueblo casi fantasmagórico, en el medio de la nada. Sólo un viejo que cuenta, nada más. El viejo puede ser un demente que inventa, claro que sí. O no serlo. Si no lo es, asoman las preguntas de ¿y qué pasó con los tantos niños que? ¿con la inestabilidad del invento? Suficiente para volverlo loco. Y deshabitar el pueblo.

A él, y a su halo rojo. Muy buen final, Agustín.
Un abrazo,
Sandy
 




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Agustín Capeletto
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