Mientras ese profesor, ese anciano horrible, me entregaba el título muchos años atrás, nunca hubiera pensado que mi futuro estaría atado a este lugar. Ese papel, que dentro del rollo tenía impreso un adornadísimo “Licenciado en Bibliotecología”, representaba, por una parte, mis interminables y hasta extenuantes horas de estudio, y por otra, una enorme cantidad de sueños que más tarde entendería ingenuos. Mi mayor pretensión, el empujón que me llevó hasta la interesante carrera mencionada, era dirigir, obviamente, una biblioteca enorme, un archivo casi inconmensurable de libros. Me sentaría, todos los días, detrás de mi pulcro escritorio, con una de esas lamparas verdes de escritor, con una lista y una pluma negra, para anotar las entradas, salidas y devoluciones. Sería feliz. Haría feliz. A todos.
Esa noche no quise dormir. Tenía tantas puertas abiertas que no sabia a cual correr primero. Era bibliotecólogo, Señor-Bibliotecólogo, experto en el arte de catalogar, archivar y encontrar. Un profesional de la Información. Estaba listo para comenzar mi nueva, feliz, vida. Busqué trabajo en cada una de las bibliotecas: primero en la nacional, por el enorme orgullo que significaría; luego en las públicas, por su carácter comunitario; luego en las privadas, por mera desesperación. Pero nadie me necesitaba. Había gastado seis años de mi vida entre libros interminables para que luego me dijeran que no me necesitaban para manejarlos. Había sido todo en vano. Al parecer, según me explicaron, un aluvión de bibliotecólogos extranjeros, muchísimo más especializados y más baratos de emplear, había saturado la capacidad administrativa de todas las bibliotecas del país. O me conformaba con otra cosa, o moría de hambre. Intenté la segunda, pero la necesidad pudo más.
Hemerotecario, hemerotecólogo, hemerotequista: eso me limitan a ser. Tuve que empezar a trabajar en este archivo de diarios, contra mi voluntad, ya no recuerdo hace cuanto. Esta hemeroteca es prácticamente mía. Si, tiene un archivo gigante, con diarios de todo el mundo, desde los milochocientos hasta los ahoras, un macizo escritorio para mi ficha y mi pluma, pero lo regalaría todo sin pensarlo. Odio este lugar, esta especie de hermana deforme y marginada de una biblioteca. Nunca pude encontrar mi lampara verde de escritor. ¿Cuánto uso pueden tener pilas, y pilas, y créanme, pilas, de periódicos y revistas? En mis indefinidos años de trabajo hemerotecal, no encontré ni una utilidad realmente práctica. Nada. Cada tanto algún periodista, pero no mucho más.
Excepto, ahora recuerdo, por él. A falta de nombre, solía decirle simplemente “él” y era, como mi profesor, otro viejo asqueroso: pelado, arrugado, tapizado de lunares, con los labios partidos y las orejas pobladas; vino todos los días, durante unos seis años, hasta que dio con lo que la información que necesitaba. Tendría, la primera vez que llegó, unos setenta y ocho años, según la visión de mi escritorio me permitía adivinar. Vino, entonces, todos los días, para pedir un mismo día de un mismo mes de años terminados en seis. Treinta y seis, cuarenta y seis, cincuenta y seis, etcétera. Contento de tener algo para hacer, le buscaba los libros enormes, de tapas enormes, y los acomodaba en atriles enormes. El viejo, con su lupa, sumada a sus gastados anteojos, siempre recorría sólo de a una página, letra por letra, haciendo anotaciones esporádicas en un cuaderno de hojas que habían sabido ser blancas. Casi nunca escribía nada; o, si lo hacía, borraba y tachaba con fuerza, unos minutos después. Él era toda la diversión que el día podía proveerme. No era mucho, pero me mantenía medianamente ocupado. Y adolorido en las lumbares, por asociación, claro.
Todas las mañanas era igual: abría, me acomodaba en mi sillón, y al instante entraba él. Salvando al viejo, la rutina es más o menos similar. Sospechaba, y aún lo hago, que él dormía en algún callejón contiguo. Por lo que el aburrimiento me llevó a descubrir, siempre iniciaba las semanas con una muda de ropa limpia, que nunca variaba y que, por supuesto, olía de forma bastante particular conforme progresaban los días. Inferí que sólo regresaba a su casa los fines de semana, en que la hemeroteca no abría y no abre. No fue un descubrimiento muy placentero. Los viernes eran días de arcadas.
Dejando de lado aquel detalle, el viejo no molestaba. Es más, hasta cierto punto, luego de los primeros años, empezó a interesarme. No él como persona, claro, sino el motivo de su búsqueda. ¿Qué sería tan importante como para perder tantos años de sus contados días? Llegó un momento en que el aburrimiento, más bien hastío, y la intriga, más bien fastidio, pudieron más: me le acerqué, temiendo un probable ladrido, y pregunté sinceramente:
— Buenas tardes… ¿Podría ayudarlo en algo?
El viejo alzó levemente la cabeza para mirarme, sin levantar ni un centímetro su dedo de un renglón probablemente importantísimo. Me examinó. Bajó otra vez la cabeza, dejándome ver los indicios de alguna enfermedad dérmica, y dijo:
— No.
No me convencería tan fácil. Había hecho demasiado esfuerzo levantándome de mi escritorio como para tirar todo por la borda a la primera negativa. Insistiría hasta incomodarlo. Era experto en el arte de molestar. Me senté del otro lado de su mesa, y después de unos largos cinco minutos mirándolo, dije:
— ¿Seguro?
La escena fue similar, pero esta vez terminó en:
— Sí.
Que viejo más terco, pensé, creo. Decidí mirarlo fijamente los minutos que hicieran falta. No tenía mucho trabajo que hacer, ahora que lo pienso. Después de un tiempo, funcionó: vi como ya no podía concentrarse en la página amarillenta, como se distraía hacia un costado, y como se rascaba la nariz sin razón aparente… era el momento:
— ¿Qué busca, que necesita encontrar?
— Nada… no le interesaría –dijo, quitándose los anteojos. Ya tenía su atención: me miraba.
— Me interesa. Vamos, cuénteme, que tal vez pueda ahorrarle un poco de tiempo.
Ahí fue cuando él cambió. Bueno, en realidad siguió siendo el mismo viejo asqueroso de dientes podridos de siempre, pero algo hizo que sus ojos comenzaran a secretar una moderada humedad. Si fuera poeta, diría que se llenaron de vida. Lo que respondió hizo que me levantara sin decir palabra, que volviera pensativo a mi lugar correspondiente, y que, desde ese día, no le hablara más que para agradecer la devolución de los archivos.
— Bueno… pero no es la gran cosa –dijo, casi suspirando, algo avergonzado. Lo hago para asegurarme de no perder valiosos días en un futuro. Verá, mi sueño es que mi nombre, sobre todo mi apellido, uno muy lindo, por cierto, quede plasmado para la eternidad. No importa si es por medio de una pintura, de un libro, de una lápida, de lo que sea. Lo que quiero, básicamente, es lo que todos: una pizca de inmortalidad. Pero antes, ¿no cree es lógico que busque en todos los diarios de mi cumpleaños para asegurarme de no estar ya publicado? ¡Imagínese que gran pérdida de tiempo sería agotar todas mis energías para posterizarme y después enterarme de que no era necesario! ¡El colmo!
Él calló un momento. Yo estaba perplejo. Recuperó el aliento y terminó, terminante, su discurso:
— ¿Acaso no es lo que queremos todos? ¿No es lo que quiere usted?
Esa noche no pude dormir.