La efectividad de la palabra “tranquilidad” –y de sus muchos conjugados– dentro de las discusiones cotidianas es, exagerando, escasa. Técnicamente, su función es la de apaciguar los ánimos, desalentar los tonos elevados y, en teoría, permitir llegar a conclusiones constructivas. Sin embargo, para la infortuna de los discutidos, suele provocar reacciones completamente opuestas a las que debería. Tanto, que apenas es mencionada, apenas siquiera la sílaba “tran” comienza a escaparse entre los dientes, se cierra la discusión. El discutidor, si es astuto, se aferra a la palabra, y no la suelta hasta lograr que el discutido salga de su casa masticando su arrepentimiento. Su mención es, en definitiva, el punto de inflexión a favor del discutidor. Ejemplo al azar:
— Bueno... pero... bueno, che, tampoco es para tanto, no exageremos –dijo, creyendo que aún podía salvarse, despeinado, saltando en una de sus piernas e intentando volver a ponerse el pantalón– ¡Ella no significa nada!
— ¿Que no es para tanto? ¿Que no significa nada? ¿Te encuentro acostado con esta rubia teñida y tenés el valor para atajarte? ¿No te da vergüenza? ¡Dios sabe qué tenés en la cabeza! –gritaba, agitando los brazos. No había forma posible de calmarla.
— Bueno... amor... tranq...
Hubo un silencio. Él palideció, entendiendo, interrumpiendo su error; ella abrió los ojos, tomó carrera, y dijo:
— ¡Tranquilizate! ¡Ibas a decir tranquilizate! ¡Tenés las pelotas para mandarme a que me tranquilice! ¡Andate ya de mi casa! Y vos, asquerosa, ¡andate con él! ¡Ni me mires!
El ruido de la puerta retumbó en todo el edificio y despertó, una vez más, al perro del portero.
No importa la aparente calma del contexto, ni la suavidad del tono, ni las buenas intenciones del discutido. Nunca funciona.