¿Qué podría esperarse de una sala que desde su nombre evoca una de las actividades más aburridas y saturantes que la burocracia moderna obliga sobre los hombres? Absolutamente nada. Todo dentro de ella se organiza para que sus huéspedes temporarios se concentren en esperar, o a lo sumo aguardar: el olor a desinfectante esencia manzana, las revistas recortadas en secciones aleatorias, los relojes de bordes negros o blancos que nunca avanzan, las sillas que rechazan cualquier tipo de acolchado confortable... todo, mueble o inmueble, se diseña con la incomodidad del usuario en mente.
Esta, en particular, no me molestaba en exceso. Esperaba allí un examen de rutina, nada grave o preocupante; estaba de buen humor, y tenía tiempo de sobra para aburrirme. Justo enfrente, en la falda un poco hinchada de su madre, un niño de unos cuatro años había quebrado la resistencia al entretenimiento que generaba la sala: contento, sostenía entre sus manos un pedazo de madera tallado con formas geométricas, y tres piezas rojas, también de madera, que coincidían en cada una de ellas. Un juego de encastres bastante sencillo, cuyas capacidades distractivas se veían exaltadas a causa del contexto. Al principio, no parecía entender muy bien el objetivo del juego, y sólo sonreía, pegaba algunos gritos y agitaba los pedazos de madera. Con eso era suficiente. No para su madre: detrás de las ojeras, después de un tiempo, decidió explicarle las reglas del asunto y terminar por fin con los saltos y la tortura hacia sus muslos. El chico entendió. Encajó y desencajó una y otra vez las piezas en las partes correspondientes. Cuadrado con cuadrado, triángulo con triángulo, estrella con estrella. Era un buen jugador. Lo hizo varias veces, hasta que las limitaciones fueron evidentes: cuando cada pieza estaba en su lugar, cuando el circuito se cerraba, no había mucho más que hacer, todo perdía su encanto. Dejó el juego de lado y lloró un poco. Estaba enojado. Tironeó en vano del brazo de su madre, que había encontrado en un crucigramas una forma más adulta de entretenimiento. Miró a los lados, arrancó un pedazo de gomaespuma de la silla, y no pudo evitar olerla. Sin nada más que hacer, decidió agarrar el juego e intentarlo una última vez. Ahora sonreía distinto. Metódico, tomó el triángulo rojo y astilló la madera hasta que encajó en la silueta tallada en forma de estrella; extasiado, se volvió hacia la estrella roja y presionó hasta romper sus puntas y encastrarla por fin en el cuadrado deseado. Gritó de alegría. Nilo, reflexionaba su madre, tiene que ser Nilo... ¿por qué carajo no entra? El cuadrado prometía ser un desafío mucho mayor, y no lo amedrentaba: la pieza encajaría en el espacio del triángulo, de la forma que fuera, rompiendo lo que hubiera que romper. Ya era más que un juego.
Cuando estiraba el brazo para tomar la pieza faltante, cuando comenzaba a juntar fuerzas para intentarlo, cuando calculaba el ángulo perfecto para lograrlo, llamaron su apellido. Su madre se levantó, dejó la revista tachada de lado, suspiró, y se lo llevó a la fuerza. Él volvió a llorar. Y yo a aburrirme.