Intentos literarios
 
Abulia

Rascándose el mentón, incómodo por una úlcera gástrica, piensa y dormita en el despacho de su ciudad privada. El humo blanco de la fumata ya se disipó, las multitudes ensordecedoras abandonaron la plaza hace tiempo, la cantidad de bebés a besar disminuye drásticamente con los días, y cada vez le cuesta más ocultar su desconocimiento del latín. Y se aburre. Después de los festejos, de las bienvenidas, de las reverencias de soldados suizos con penachos, ya no le queda nada para hacer. Excepto sentarse en su despacho, el más lindo, el que da al patio con esas flores bellísimas, y pensar con su mentón en la mano. Eso, y la esporádica y entendible visita al baño en suite.

Como cualquier nuevo Jefe designado, imagina la cantidad enorme de personas que podría irritar con su flamante poder. Se pregunta:

¿Y si declaro que sólo las mujeres pueden ordenarse? ¿Y si financio una empresa de anticonceptivos ineficaces? ¿Y si inauguro unas nuevas cruzadas? ¿Y si mando a izar una bandera de la URSS en la plaza central? ¿Y qué tal si...

Pero se hastía por adelantado de las kilométricas críticas y pataleos que recibiría de esos diarios que tanto le recomendaron esquivar. Reflexiona también sobre la comodidad de los dhoti budistas y de posibles cambios de moda en la Jefatura, hasta que por fin se le ocurre cómo ocupar su tiempo. Con la determinación avasallante que sienten los jefes aburridos al encontrar algo para hacer, manda a llamar a su secretario. A los cinco minutos, unas manos expectantes abren la puerta de su despacho.

—Buenas tardes, señor, ¿llamaba?

—Sí, quería preguntarle sobre algunas cuestiones administrativas.

—Claro, ¡no hay problema! Puede consultarme cualquier cosa. Muchos de los Jefes anteriores compartieron sus confidencias con sus asistentes.

—Qué peculiar. No estaba enterado.

—Ah, ¡sí, sí! El secretario anterior, por ejemplo, fue el primero en conocer aquel sórdido amorío con...

—Voy a tenerlo en cuenta. Pero volvamos a esas cuestiones administrativas.

—Volvamos, volvamos, por favor.

—¿Cuánta verdad hay en el mito del oro que tiene almacenado nuestra Organización?

La expectación muta en nerviosismo. Traga saliva y se sienta, en parte para ocultar el ruido de sus rodillas bajo la sotana, en parte para que no pueda echarlo tan fácilmente.

—¿Cómo? ¿No lo sabe? Señor, usted debería ser el mejor informado de estos asuntos financieros.

—Por eso mismo le pregunto. De algún lugar tengo que enterarme. ¿Cuánto hay?

—¿Cuánto hay?

—Claro, cuánto hay. Oro, hombre, lingotes, joyas, piedras, esas cosas.

El nerviosismo muta en terror. Intenta aprovechar el tiempo para construir la próxima oración de la forma más acolchada posible, pero los segundos se le escurren junto a algunas gotas de sudor.

—Hay... no hay.

—¿Cómo que no hay? ¿Se fijó bien? La ciudad será pequeña, pero tiene más escondites y cámaras ocultas que cualquier otra. Una vez vi un documental...

—¡Claro que me fijé bien, señor! Hace años que estas habitaciones no rebalsan de oro, piedras preciosas, pinturas invaluables. Tres Jefaturas hacia atrás, en épocas de la Reforma, se decidió utilizar todo.

El Jefe se para y camina hacia la ventana, insultando mental y creativamente a sus tíos. Se esfuerza por mantener la calma y vuelve a hablar, masticando una solución.

—Pero... ¡cómo, cuándo! Eso es ridículo. ¿A quién se le ocurriría algo tan ineficiente?

—...señor, ¿recuerda el voto de pobreza?

—Vagamente. Creo haber escuchado algo parecido.

El terror muta en lástima. El secretario se pregunta de qué forma pudo ascender al poder aquel idiota, y se lamenta por la cantidad de preguntas que tendrá que responderle. La idea de un conveniente lazo de sangre se asienta en su cabeza.

—Se supone que sea uno de los cimientos de nuestra filosofía; una promesa a renunciar a los bienes mundanos, a las tentaciones materiales, para dedicar nuestra vida al reino más allá. Es algo de lo que personalmente me siento muy orgulloso, y de lo que usted también debería.

—¡Ah, claro! Ahora que lo dice, leí algo sobre él en el Seminario a distancia. ¿A los fieles también los obligamos a vivir de esta forma, no?

—No.

—¿No? ¿Por qué?

—Bueno, porque, señor...

—Guárdese la explicación. ¿A quienes regalaron todo mi oro?

—No fueron regalos. Se construyeron escuelas, bibliotecas, comedores... dejamos nuestra marca en todo el mundo.

—Entonces no hay forma de pedir un reembolso.

—No. ¿Por qué le preocupa tanto, si me permite preguntar? Su sueldo está más que cubierto por el diezmo y sus derivados.

—Sí, lo sé, y el suyo también. El de todos lo está. Francamente... no me estoy poniendo más joven, sabe, y uno tiene que detenerse a pensar en la vida posterior al trabajo. El salario mediocre de la Jefatura no me alcanza. Quiero disfrutar de mi jubilación, exprimirle todo su jugo: viajar, dormir hasta tarde... golf.

Al secretario se le agotan las palabras: quiere articular un claro o como mínimo asentir, pero emplea todas sus fuerzas para evitar escupirle la muceta a carcajadas; el Jefe, parado frente a la ventana, sigue masticando hasta que traga la solución.

—Muchas gracias, ya puede retirarse, con esto es suficiente. Yo mismo voy a encargarme de solucionar este problemita. ¡Ah!, una última cosa: ¿puedo decretar arbitrariedades sin problemas, no?

—¿Se refiere a si puede escribir una especie de bula?

—¡Esas!

—Nunca publicamos una, señor. No creo que sean válidas para nuestra Organización.

—Entonces lo averiguaremos. Ahora sí, retírese, y relájese.

Y hace caso a la primera orden. A la mañana siguiente, descansa en su escritorio un pedazo de papel arrugado con el encargo del Jefe: urgente, oro e invente tienen el honor de estar doblemente subrayadas.


Aurum terminus sanctus

Braulio II, Jefe, Siervo de los Siervos.

Bien conocida y criticada es la declamación del profeta Braulio I, quien sentado en la montaña, apuntando sus ojos al cielo, dijo: “¡Señor!, oh, ¡Gran Jefe entre los Jefes! Me ordenas que me entregue a ti, que te rece, que practique tus rituales, que asista a las reuniones dominicales, que dedique mi vida a tu alabanza, y lo hago, ¡con gusto!, gozoso de conocer tu Verdad, tu Justicia. Pero permíteme, Señor, aprovechándome de tu Bondad, de tu Ángel, cuestionarte. ¿Crees Justo que no haya remuneración material por mi entrega, que todos los demás creyentes disfruten sus vidas mientras yo, que te la cedo, no puedo? ¿No es un poco egoísta, Señor? ¡Oh! ¡Castígame si lo crees necesario! ¡Rompe mis huesos con uno de tus rayos de luz si blasfemo! Pero, ¡por favor!, ¡déjame disfrutar de mis bienes mundanos, para que cuando me eleve junto a ti, lo haga satisfecho!”.

Estas palabras certeras no pueden seguir pasando desapercibidas. Por muchas décadas han estado ocultas, convenientemente traspapeladas: es tiempo de recoger su legado. Llegó el momento de abrir nuestros ojos y corazones. ¿Cómo podemos combatir la miseria si nosotros mismos luchamos con ella todos los días? ¿Qué sentido tiene engrosar el numero de pobres si, justamente, nuestra misión en el mundo es erradicar este mal que puebla las tierras del Señor? ¿Es tan ilógico lo que plantea aquel profeta defenestrado? No. La Organización se ha desviado de su objetivo fundante, de una de sus fuertes piedras basales: la erradicación la pobreza mediante cualquier método disponible. Esta es la hora señalada para abandonar el sendero equivocado. ¡Todavía estamos a tiempo para redimir nuestro pasado humilde, y por fin eliminar la miseria que nos invade! El Gran Jefe así lo ha designado, y no aceptará lo contrario.

Es la Jefatura la que debe dar el primer paso y mostrar el ejemplo. Desde hoy, todo libro sagrado, público o privado, tendrá el honor de ser partícipe de la gran fundición santa. ¡Hablarán sobre ella doscientos años hacia adelante! Son los bordes dorados de sus hojas los que volverán a bañar de lujo cada cámara, cada pasillo y cada puerta de la ciudad; es el oro incrustado en las páginas el que se abrirá paso en el fuego y resurgirá entre las cenizas para vestir nuevamente de opulencia todos los ladrillos de nuestras paredes. Estoy convencido de que los creyentes entregados sabrán en el fondo de su ser el Justo destino de sus libros sagrados (y aquellos dubitativos, aquellos fieles inseguros de su Fe tendrán acceso a múltiples oportunidades de donación para aclarar sus pensamientos).

No es mañana sino hoy el momento de escribir la nueva Historia. Que el Gran Jefe los y nos guíe, y que su oro no se pudra en la biblioteca.

Dado en el año de la Encarnación dos mil y ocho, el día veinte de marzo, de nuestra Jefatura semana primera.

La pepita resultante, beatificada meses después, fue luego inmortalizada en forma de estampita subterránea.

 
Comments:
¿Ácido, el cuento? ¡Síiii!

Creo que estos dos fragmentos son el corazón de la acidez del cuento (jejejeje):

“¿Y si financio una empresa de anticonceptivos ineficaces?”

“—Pero... ¡cómo, cuándo! Eso es ridículo. ¿A quién se le ocurriría algo tan ineficiente?
—...señor, ¿recuerda el voto de pobreza?
—Vagamente. Creo haber escuchado algo parecido”

El Jefe es un personaje fantástico. Tiene el poder, y el poder lo aburre, porque no sabe qué hacer con él. Ignorante, ni siquiera conoce su propio trabajo; no es que actúe en contra de las reglas ¡no conoce cuáles son las reglas! Pero eso sí: tiene ambiciones. Simples ambiciones: pasar de la mejor forma posible su época de “Jefe trabajador”, acceder a la jubilación... y asegurarse una muy buena jubilación.

(Cualquier semejanza con algunos legisladores argentinos, es pura coincidencia)

Entonces tiene la idea salvadora: ¿acaso la Organización no posee grandes tesoros, escondidos en algún lado? No vacila, no le importa en lo más mínimo la causa de estos tesoros escondidos, reservados y acrecentados por vaya a saberse cuántos siglos... no, no, él carece de la menor consciencia institucional: sólo quiere su digna jubilación, así que su idea es bien simple: apropiémonos del tesoro hoy, y que los que venga mañana se la banquen.

Lástima del pobre Jefe. ¿Tesoro? Non hay.

Si hasta aquí el cuento es una historia cruzada por un humorismo irónico, desde este momento se convierte en desopilante, por un lado (la Bula) y terrible por el otro (la forma de obtener oro).

La Bula es una joyita. Ya de entrada:

“¡Ah!, una última cosa: ¿puedo decretar arbitrariedades sin problemas, no?
—¿Se refiere a si puede escribir una especie de bula?
—¡Esas! “

Me reí a carcajadas en esta parte del diálogo, Capeletto. ¿Puedo decretar arbitrariedades sin problemas, no? Eso es genial.

Y luego... el texto de la Bula. Yo, sinceramente, poco recuerdo de alguna bula que haya leído, pero el estilo suena apropiado. Es, también, un dechado de hipocresía. Todo el texto rezuma hipocresía: desde el intento de negociar con dios (te creo perfecto, pero déjame hacerte una crítica), hasta “los creyentes reconocerán la justicia, pero si no la reconocen... ¡palo!”

El argumento central:
“ ¿Cómo podemos combatir la miseria si nosotros mismos luchamos con ella todos los días? ¿Qué sentido tiene engrosar el numero de pobres si, justamente, nuestra misión en el mundo es erradicar este mal que puebla las tierras del Señor?”
Es una joyita... es el típico argumento hipócrita que se usa (se trate de la pobreza o de otra cosa) para evadir las restricciones éticas (sean religiosas o no). Y tiene antecedentes de sobra ¡cómo no!

“No es mañana sino hoy el momento de escribir la nueva Historia. Que el Gran Jefe los y nos guíe, y que su oro no se pudra en la biblioteca. “
Bien, bien. Sin esta línea, el argumento queda rengo. Para completarlo, se necesita dos cosas, ambas apoteóticas: escribiremos la historia, y seremos guiados por la inspiración divina.

Diría que no sólo has imitado con buen éxito el estilo requerido; también has cerrado adecuadamente el pensamiento (y el argumento), dando coherencia a la bula. Eso es importante: trate de lo que trate, no me imagino una bula inconexa.

Mas, aquí y sin que se esperara, o por lo menos sin que yo lo esperara, el texto ingresa realmente en los bordes: la forma de conseguir el oro que él propone, decreta, exige.
De todas las causas inútiles y perversas de destrucción de los libros, ésta es una de las más inútiles y perversas. No, aquí ya no me reí mucho, te diré. Destino terrible el de una religión, sea cual sea ésta: destruir su propia historia por un poquito de oro.

La última frase: excelente. La imbecilidad llevada a sus últimas consecuencias. Demostrada como imbecilidad, además, pública y notoriamente.

Endeveras, es excelente, como línea y como final.

¿El título? De primera. Abulia: falta de ánimo, la falta de ánimo del Jefe aburrido. Pero a-bulia: jejeje, suena a “sin bula”.

Hacía rato que no te leía un cuento tan liviano y divertido... en apariencia, claro está (claro está; todavía estoy tratando de reponerme a esa pepita miserable...)

La estructura: básicamente, un diálogo y el texto de la bula. Sabés cómo hacer estas cosas, digo, insertar un texto (recuerdo a los fagocitósicos, por ejemplo) como parte estructural de un relato. Sinceramente, no recuerdo muchas bulas o similares... pero tiene pinta de: el estilo, la forma de referirse al Supremo Jefe... y totalmente diferente al resto de la prosa. No te rías, pero una cosa que me llamó mucho la atención, y me encantó fue la mayúscula para “Justo”. ¡Ése es un detalle forkiano de pura cepa!

El diálogo entre el Jefe y su subalterno es muy bueno. Algunas líneas, sobre todo... la confusión entre cuestiones administrativas y confidencias escandalosas, lo del voto de pobreza... jejejeje.

Y es curioso. Digo. Son dos interlocutores. Uno de ellos es el que aparece reflejado en las líneas del diálogo: el Jefe. Las líneas de su Secretario son escuetas, dicen poco del Secretario. Mmm... es lógico. El jefe habla y habla y dice lo que se le pasa por la cabeza y pregunta todo lo que quiere... para eso es el Jefe. Su subalterno tiene que cuidarse, medirse, él más bien contesta, nada más. Creo que se sale de su papel de humilde Secretario sólo cuando le pregunta si conoce qué es el voto de pobreza.
Así que en las líneas del diálogo, sólo podemos conocer, realmente, a uno de los dos.
¿Y el otro? El otro aparece en los párrafos insertados en el diálogo. Creo no equivocarme: todos estos párrafos corresponden al Secretario, sabemos que suda, que se preocupa, que tiembla, que... sabemos qué le sucede mientras habla.
O sea: en el diálogo, se desarrolla a uno de los personajes a través de sus líneas, y al otro gracias a los párrafos explicativos.

Y por cierto: el tambor. Hay un tambor que marca el compás del diálogo:

“La expectación muta en nerviosismo.” Y sucesivas líneas. Me gustó mucho, Capeletto, el recurso funciona, funciona...


Cariños,
Esther
 
Genial¡¡¡¡¡¡ (no se como se pone el signo de admiración para abajo en esta máquina)
Creo que te pinta de cuerpo entero como te animás a hablar así de la iglesia y quienes la conducen.
me gustó la idea del último recurso de la ambición de quemar todos los libros sagrados solo para rescatar el mísero oro de los bordes. Nunca tomé en cuenta que fuera oro de verdad.
Excelente!!!! encontré el signo para abajo!!!!!!!!!!!
Me gustó!!!
Pa!
 




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Agustín Capeletto
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