Intentos literarios
 
Bufónicos
La suya es de las más humildes de la cuadra. Apenas dos columnas oxidadas sostienen la tela que alguna vez fue impermeable; agujeros y excremento de pájaro adornan sus lados despintados. Ellos viven así, en esa carpa derruida que sólo unos pocos podrían calificar como circense, contentos y orgullosos de su condición de payasos. O al menos la mayoría de sus tres inquilinos.

Es media tarde, y la humedad agobia hasta a las chicharras. La luz que entra por los agujeros ilumina una cucheta podrida, una hamaca paraguaya y una mesa sin todas sus patas; en medio de la penumbra, asoman de una valija muchos sifones vacíos, pelucas y pinturas para la cara. Aunque la siesta sea una de las tradiciones bufónicas respetadas a rajatabla, esta vez le es imposible practicarla. Piensa inquieto y se estira en su hamaca, asustado por los quejidos de ambas columnas. Decide quebrar el ritual que disfruta su madre.

—¿Má?

Algunos suspiros y acomodos de sábanas le hacen saber que ni se mosquea.

—¡Vieja!

Funciona. Le siguen un ¿qué querés?, un vení, y una puteada en voz baja.

—No puedo dormir.

—¿Qué te pasa? ¿Otra vez esa pesadilla?

—No, no es eso... no sé qué me pasa.

—Si no sabes, lo pensás y me contás después de que termine mi siesta. ¿Qué te parece?

—¡No, má! Quedate acá. En realidad sí sé que me pasa... es algo que quiero preguntarles hace un tiempo.

—Bueno, está bien, decime tranquilo. Prometo no enojarme.

—¿Por qué tenemos que ser payasos?

La siesta se le disipa de un golpe, y pisotea la promesa con los ojos.

—¿Cómo que por qué tenemos que ser payasos? ¿Qué clase de pregunta es esa?

—Si, má, nos la pasamos haciendo bromas estúpidas y molestando animales indefensos. No entiendo, no lo hacemos para que alguien se ría, para algún gran público... ¡nunca hay nadie mirándonos! Y ni siquiera nos pagan por nuestro trabajo. Papá vende menos sifones todos los meses, y el otro día lo escuché hablando de lo caro que está el alquiler... ¿por qué no ofrecés algunas de tus tortas? De esas siempre hacen falta.

—Sos demasiado chico para andar preocupándote por esas cosas. Siempre nos arreglamos con lo poco que tenemos... ¿qué te falta, ahora? ¿Todo esto es por ese juguete? Ya te dijimos que no.

—¡No es eso! Es que no entiendo para que sirven las caídas, los autitos, los zapatos gigantes, los moños giratorios, las sonrisas dibujadas y los bonetes a rayas. ¿A quién le importa que seamos payasos?

—¡A todos! Todos somos payasos, Agustín, nos guste o no. ¿No te enseñaron en la escuela lo que tuvieron que luchar nuestros antepasados para que podamos gozar de este estilo de vida? ¡mártires, revoluciones, hogueras! Cada uno de los doscientos años anteriores al nuestro fue de lucha para instalar este modelo de sociedad. Todos somos payasos, sí, pero a mucha honra. Si pudieramos elegir, seríamos lo mismo.

—Yo no. Me pica la peluca, má, y no hay forma de que logre peinármela...

—Demasiado que dejo que te despintes el bigote. A mi la nariz de goma me hace sangrar la de verdad, ¿y me ves quejarme, acaso?

—Cada tanto podrías sacártela... te queda un poco ridícula.

—No, Agustín, no te das cuenta, no entendés lo que implica la forma de vida bufónica. Es más que toda la parafernalia, hijo, más que todas las molestias y el sudor por las telas falsas; es muchísimo más que las bromas, y los autos diminutos. Es una ideología, un conjunto de ideas que ordena el mundo de esta familia, y el de las demás. Es todo lo que somos todos.

Sonríe satisfecha por la contundencia de su lección.

—Están los oficinis...

—¡Ni se te ocurra terminar de decir esa palabra! Los oficinistas son personas horribles, necesarias, pero horribles, Agustín. Nadie en su sano juicio querría ser uno de ellos. ¡Por Dios, por algo están condenados! ¿ahora me vas a decir que te gustaría ser un convicto de cara lavada? ¿qué se te metió en la cabeza, hijo? ¡Con razón tardaste en preguntarme!

—No creo que sea justo que los encarcelen y los hagan trabajar tantas horas; y no me importaría ser un convicto... estoy seguro de que sufren menos que nosotros, con sus trajes planchados y perfumados. Me encantaría pasarme los días llenando planillas, aplicando sellos, garabateando firmas y tipeando resoluciones. ¡Ah!, ¡qué vida sería!

—Es el colmo, Agustín, el colmo. ¿Así que te gustaría hacer lo que hace convicto? Bueno, señor, perfecto. Mañana mismo vamos a la Oficina Central de la Nación. Escuché que hacen unos recorridos dentro del edificio, guiados y todo. A ver si así se te olvidan estas ideas.

—¡Gracias, má! Es justo lo que quería para mi cumpleaños.

Le besa la mejilla y aprovecha para limpiarle restos de chocolatada; su padre, arriba en la cucheta, exprime cada segundo de la tradición, y vuelve a hacerlo al día siguiente.

Casi arrastrándola, agarra su mano con fuerza al pasar por la puerta giratoria del edificio. Queda maravillado al instante. Es un lugar limpio, imponente, sin colores brillantes, con enormes paredes de mármol; algo nuevo y sobrio, un descanso para sus ojos. Luego de algunos pasillos se unen al contingente pautado por teléfono. Saludan a los demás payasos, la guía toca su corneta y comienzan el recorrido. Cuando ingresan al primer cuarto, donde opera una especie de museo de lo payasístico, le pregunta:

—Señorita, ¿y los oficinistas, dónde están, por qué no hay ninguno, no trabajan acá?

Y ella, transfiriendo un poco del odio que tiene a su trabajo hacia el niño, le responde con voz chillona.

—Tranquilito, pequeñito, ya vamos a llegar, quedate quieto. Primero quiero mostrarles...

La línea continúa, pero no le interesa. Se pone de mal humor e intenta quitarse un poco de pintura de la cara; su madre lo mira y le pega un coscorrón; se rasca la peluca despeinada y siguen caminando. Justo antes de que empiece a llorar del aburrimiento, y después de visitar una enorme biblioteca donde se almacenan libros relacionados con las artes bufónicas, llegan por fin al área de trabajos forzados. No es la vista desoladora que su madre esperaba: parece una oficina normal, con computadoras, fotocopiadoras y olor a cartuchos de tinta. Cada cubículo tiene su convicto entrenado y adecuadamente etiquetado: impuestos, diplomacia, producción, turismo y cientos de otras funciones burocráticas.

El contingente se ubica detrás de un vidrio espejado, donde pueden ver a los convictos sin peligro alguno. La guía guía.

—Es por precaución, amigos. No va a suceder nada, ni son personas peligrosas, pero necesitan mucha concentración para desempeñar sus indispensables funciones políticas.

Agustín no la escucha. Está emocionado. Se apoya en el vidrio, ayudándose con sus manos para ver con claridad, y decide observar a uno de los presos, que llena datos insignificantes en una hoja de cálculo. Lo que lo impresiona, aún más que las paredes de mármol y las bibliotecas, es su cara: reluce de sudor. No parece un convicto conflictivo, y mucho menos fácilmente alterable. Pero aparenta bien.

De repente, la pantalla deja de iluminarle la cara. Suspira. Cierra los ojos con fuerza. Presiona algunos botones en la caja de su computadora. Da unos golpes al monitor. Se tapa la cara lavada con las manos. Espera. Y estalla.

—¡No puede ser!, ¡máquina de mierda!, ¡todo mi esfuerzo, horas de trabajo insípido a la basura!

Agustín sonríe. No había imaginado que podían vivirse tantas emociones dentro de la Oficina Central. Cada vez se convence más de que este lugar es el suyo: planea, incluso, algunas formas creativas de ser condenado, y sigue escuchando con la oreja contra el vidrio. El oficinista simplemente enloquece, y sus compañeros tipean en el mismo ritmo hipnotizante.

—¿Así que te gusta robarme mi trabajo, hija de puta, así que disfrutás haciéndome sufrir? ¡A ver que te parece esto!

Agustín tropieza con su madre por el ruido que hace el teclado al estrellarse contra el vidrio. Las teclas desparramadas en el piso distraen al contingente de la suerte del convicto: se acercan los guardias y, bastones en mano, se proponen calmarlo. Se resiste. La guía, sin dejar de mirar la W incrustada en el vidrio, sonríe nerviosa y saca al grupo del lugar. Afuera, improvisa una explicación destacando la variedad de trabajos que cumplen los oficinistas, su indispensable labor en el funcionamiento del gobierno bufónico y la efectividad de las fuerzas de seguridad. La interrumpen nuevos gritos de dolor.

—¡Basta! ¡Está bien! ¡Voy a calmarm--

Aún después de haber visitado a sus héroes y de haber conseguido una remera de oficinista honorario, Agustín no dice palabra. Mientras esperan el colectivo, sólo mira al piso y cada tanto los cordones de sus enormes zapatos. Después de atárselos, su madre le pregunta por la continuidad de sus aspiraciones laborales. La pintura corrida en sus mejillas responde por él.

 
Comments:
No trabajan de payasos. Son payasos. Pero no meramente porque sientan que su destino, su mundo, su vida, es trabajar de payasos: lo son las veinticuatro horas de cada día, todos los días, ellos y todo el resto de la sociedad.
Detalles escalofriantes:
”—Demasiado que dejo que te despintes el bigote. A mi la nariz de goma me hace sangrar la de verdad, ¿y me ves quejarme, acaso?”
Digo escalofriantes, porque esas personas están disfrazadas de payasos todo el día, de día y de noche. La nariz de la madre sangra por la nariz de goma que tiene. Al niño ¡oh, concesión!, se le permite despintarse el bigote. Viven así, en un simil de carpa de circo, calzando enormes zapatones y con la cara blanca de pintura...
No, lo escalofriante no es eso. Porque uno podría decirse ¿y qué que anden vestidos así? Acordate de los miriñaques y todo eso... Pero los miriñaques y todo eso (de otras épocas o actuales) son modas que devienen de otras modas, y que se entrelazan con la forma de vivir de una sociedad, pero se entrelazan, nada más, no constituyen la vida de esa sociedad. También uno podría decirse: ¿y qué? Imaginemos una sociedad que se desarrolla en una galaxia lejana, muy lejana... bien podría ser que allí se les ocurra... Pero tampoco, porque estos bufónicos salieron de la tradición cirquense, vienen de aquí, de nuestros circos. Es más, lucharon durante generaciones para conquistar la forma de vida bufónica. Lo escalofriante es pensar que desde una sociedad como la actual se desarrolle una sociedad bufónica, que transforme un oficio para divertir en una forma de vida, y que crea tanto en esa forma de vida, que sus integrantes se arriesguen a perder la suya propia en una larga revolución de siglos.

La madre lo dice con claridad:
“Es una ideología, un conjunto de ideas que ordena el mundo de esta familia, y el de las demás. Es todo lo que somos todos. “

Un absurdo de tal naturaleza, llevado a toda una sociedad y sostenido durante generaciones, me produce pavura.

Y están los oficinistas. ¿Quiénes son los oficinistas? ¿Qué crímenes cometieron? No se sabe, pero son convictos, y su castigo es ser oficinistas. Dos cosas: una, trabajan en la Oficina Central de la Nación. La otra:
“impuestos, diplomacia, producción, turismo y cientos de otras funciones burocráticas. “

Pues... a mí me suena a que allí se maneja el verdadero poder de la sociedad. Por las manos de los oficinistas pasa la economía, por ejemplo. Quizás ellos sean meros burócratas, pero no quienes les dictan qué trabajo tienen que hacer, qué columna de datos llenar, los que deciden qué papeleo sacar... Y me pregunto, entonces... ¿qué estoy viendo? ¿Una sociedad de bufones, tirándose eternamente tortas los unos a los otros, creídos de que han conquistado la perfección al conquistar el derecho a tirarse tortas los unos a los otros, descansando en la tranquila tranquilidad de que eso es la forma de vida que quieren y necesitan? Un grueso cristal polarizado separa... ¿qué separa? ¿Payasos y oficinistas, todos bufones de reyes que están en algún lado?

El niño intuye. Él sabe que algo está fallando terriblemente en su vida. Con la lógica impecable de los niños, piensa en que el dinero cada vez es más poco, se cuestiona la inutilidad absurda de divertir a un público que no existe... él quiere escapar a la vitrina, a lo que reconoce como un escaparate inútil. No tiene opciones, empero: si no es payaso, será oficinista. Sueña con eso: en convertirse en uno de ellos. La visita a la Oficina lo emociona, y se emociona aún más cuando los ve: ¡limpios, cara lavada! Lo símbolos de la forma de vida bufónica no existen, allí en esa sala poblada de oficinistas. Es lo que él quiere, es feliz por unos momentos, pensando que su sueño está al alcance de la mano.

Pero no. Porque la utopía no vive del otro lado del vidrio. El niño sabe, definitivamente, que tiene que optar por vivir en una cárcel o en la otra, salvo que encuentre una forma de escapar.

Nota al pie de página: este modelo social me hace pensar en... A ver si logro explicarme. Hay una burocracia, la de los oficinistas. Pero la sociedad bufónica es también una burocracia: sus integrantes se definen a sí mismos como la expresión de la inutilidad: ellos son payasos que se dedican a hacer actos de payasos para divertir... pero sin público a quien divertir. Forke, aquí está el nudo: es una sociedad que existe para la inutilidad, que ha glorificado la inutilidad.

Mmm... supongo que en algún momento sembrarán y cosecharán y tejerán y demases... alguien también tiene que hacer todo eso, y deben ser ellos, los payasos... pero no es lo que les importa: producir no les importa.

¡Uau! Aplausos y más aplausos, compañero.

Siempre me digo: más que esto, no podrá dar... pero siempre hay un borde más alejado por el cual caminás.

Otra vez, aplausos.

Pero prosigamos. El cuento es Agustín, su percepción del mundo en el que vive y lo que imagina/comprueba es ese otro mundo, el de los oficinistas. La madre está en primer plano casi durante todo el cuento, incluso cuando no dialoga con el chico ( tropieza con ella, por ejemplo; la madre le pregunta por sus aspiraciones laborales). En el “casi” está la guía en primer plano. Ambas, la madre y la guía, son las dos figuras que hacen de contrapeso a la inquietud del niño. Pero su relación con él obviamente es distinta, y eso se nota en la estructura del texto: al inicio y al final, cuando está la madre, el texto se vuelve más conmovedor, más personal en las necesidades, ilusiones o desilusiones del niño, más tierno; en el medio, cuando está la guía, el niño se sorprende ante lo que ve, pero sus sentimientos no van mucho más allá de eso, de la sorpresa, la excitación por lo que ve. Mmm... pues me gusta, te diré.

Me gustó mucho la primera oración. ¿Qué es la suya? ¿A qué se refiere? Si la duda no se hubiera despejado en la siguiente oración, posiblemente me hubiera fastidiado mucho. Pero el caso es que enseguida supe qué era eso de “la suya”... Mmm... es una forma sutil de dialogar con el lector. Sutil. Por eso me gusta.


En realidad, no sé cómo explicar esto que diré ahora, pero de alguna forma me parece que aparecen algunas líneas claramente forkianas, pero con una estructura interna todavía más pensada que lo habitual en Forke (lo cual ya es decir mucho), cada palabra, cada coma... Por ejemplo:

“Le besa la mejilla y aprovecha para limpiarle restos de chocolatada; su padre, arriba en la cucheta, exprime cada segundo de la tradición, y vuelve a hacerlo al día siguiente.”
“exprime cada segundo de la tradición” es excelente. Pero todavía lo es más el “vuelve”. Confieso que inicialmente pensé: no, debería ser “volverá”. Luego me dí cuenta: ¡sobre ese “vuelve” descansa el cambio de un día para otro! Hasta ese momento, se está en, digamos, “el primer día”. La oración siguiente, ya estamos en el día siguiente. ¡Uau! Buenísimo, buenísimo.

Dos líneas excelentes:
“Se apoya en el vidrio, ayudándose con sus manos para ver con claridad” ¿Qué tienen que ver las manos? ¡Oh! Sí, luego me dí cuenta... la imagen irrumpió en la mente, así de golpe y porrazo. Bien, bien... describir sin describir.

“De repente, la pantalla deja de iluminarle la cara.” Bien, bien. Lo importante, en el contexto en la que está la línea, es la cara de él. La pantalla pudo apagarse, simplemente. Pero no, utilizaste el que se apagara para centrar el foco de atención del lector en la cara del oficinista.

Esos detalles forkianos... sin dudas, el mejor de todos: los sifones y las tortas. Los payasos: se tiran tortas entre ellos, se mojan con la soda de los sifones... número habitual de circo. ¡Claro que el padre vende sifones! ¡Claro que siempre se necesitan tortas! Artículos de consumo diario, en una sociedad bufónica... Me pregunto, así al pasar, ¿cómo se te ocurren estas ideas, compañero? No, no es necesario que contestes... es una pregunta retórica, claro está.

Otro sí: el primer párrafo marca la sociedad bufónica al describir “la casa” donde viven; y de lo que habla es de payasos pobres, de circo pobre, ése que recorre pueblito tras pueblito.
El último, la marca a esta sociedad en dos detalles que pueden parecer nimios, pero no lo son: los cordones de los zapatones, y la pintura corrida en la cara. Hay una profunda tristeza, una profunda derrota, en esos zapatones con cordones a anudar y en la pintura corrida por las lágrimas, en la cara de un niño.

En síntesis: aplausos, y de pie.

Y un abrazo, claro está
Esther
 




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Agustín Capeletto
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