Cuatro baldosas horribles contrastan en el piso de la sala en que lo hacen esperar, cada una intentando representar las estaciones. Parecen mucho más antiguas que la clínica; eso, o son tan falsas como el escote de la recepcionista, que lo mira relamiéndose desde que pasó por la puerta. Veinte minutitos, nomás, le dijo, sonriendo, apretando los brazos contra sus costados. Él mueve los dedos dentro de sus zapatos, silba una melodía cualquiera, y al mirar el techo se sorprende por la comodidad del sillón: si no fuera por lo rojo de sus cuentas, se olvidaría de la entrevista y dormiría una buena siesta. Con ella.
Un doctor de anteojos enormes irrumpe e intenta impresionar con una gravedad que no le pertenece.
—¿Quiénes están para la entrevista? Levántense, síganme.
Sobra el plural: solo él respondió al aviso del diario. Deja una marca en el sillón que probablemente extrañe cuando se acueste, y apura para seguirle el paso. Se presenta:
—Buenas tardes, señor, creo que soy el único aspirante.
—¿Uno solo? Tremendas opciones las nuestras... acompáñeme hasta mi oficina.
Y sigue caminando con la seriedad que implican ambas manos detrás de la espalda.
El pasillo y su alfombra azul parecen interminables. Mientras esquiva algunos chicles pegoteados, no puede creer lo que ve en las ventanas: en el primer cuarto, dos médicos disfrazados de lagartos persiguen una paciente, que llora y se defiende con un palo de goma; en el de enfrente, un niño grita a oscuras, pidiendo que por favor no, que cosquillas no, que se va a portar bien y no lo va a hacer de nuevo; en el último antes de llegar, una enfermera corre con un zapato gigante a otro paciente, que intenta en vano atarle los cordones y huir al mismo tiempo. Nunca vio nada igual: lo más extraño que recuerda es un viejo, en un manicomio, que estaba seguro que el edificio planeaba comérselo. El otro camina mirando hacia delante, acostumbrado detrás de sus lentes.
La alfombra continúa dentro de la oficina, excepto por algunos pedazos que parecen arrancados. Se excusa:
—Lindos tijeretazos, ¿eh? La semana que viene los arreglan… todo sea por satisfacer las necesidades de nuestros clientes.
Y lo invita a sentarse en una silla mucho más incómoda que la suya.
—Felicitaciones. El trabajo es suyo.
—¿Qué? ¿Cómo? ¿Y la entrevista?
—No tiene sentido hacerla si se presenta un solo aspirante, ¿no le parece? Así nos ahorramos un buen tiempo... este tipo de cosas me aburren muchísimo. Además, estoy seguro de que está sobrecalificado.
—Pero… ¿no va a preguntarme por mis estudios, mis títulos, mi experiencia pasada? Traje un currículum.
—¡Un currículum! Bueno, a ver, cuénteme, detalle la variedad de excepcionales y distinguidos títulos que ostenta. Eso sí, espero que no tenga muchas pretensiones: la única oficina la tengo yo, y mis paredes están repletas.
El fastidio le inunda la cara mientras escucha cada materia, cada promedio y cada carta de recomendación del futuro empleado. Reflexiona sobre su cena, que si pollo o milanesas, si sopa o puré, y lo interrumpe al quinto año de residencia. Empanadas, finalmente.
—Hasta allí está bien. Déjeme darle un consejo, joven… olvídese de todo lo que aprendió en la universidad. Aquí, en la vida real, no le va a servir de nada.
Miles de libros, fotocopias, resaltadores gastados, pastillas y tazas de café se le derrumban mentalmente. Tartamudea, tropieza, y hace lo posible por justificar su última década de vida.
—S-Señor, estoy seguro de que mis años de estudio pueden serles útiles: me entrenaron para manejar situaciones delicadas, de crisis. Ya conoce el dicho, el saber no ocupa…
—No lo conozco. ¿Tiene alguna idea de qué clase de clínica es esta? ¿Tuvo prácticas con clínicas del sueño, por ejemplo?
—Ah, sí, ¡claro! Una de las materias de la carrera cubre esa área. Muy interesante, la verdad, de las que más disfruté aprobar. Durante algunos cuatrimestres pensé en especializarme…
—Nosotros somos todo lo contrario. Los únicos del campo.
—¿Una clínica que estudia el cuerpo humano despierto? Eso no suena muy original, si me permite decirlo.
—No, no sea ridículo, como vamos a dedicarnos a eso. Investigamos las pesadillas, no los sueños, y los métodos para extirparlas.
—Pero… pero las pesadillas son sueños.
—Sí, es cierto, pero decirlo de mi forma tiene cierta… cierto enganche; piénselo, y no se le va a ocurrir una mejor descripción. Hasta parece científica, médica.
—Puede ser.
Rojas, sangrientas, rojísimas, las cuentas.
—¡Es! Somos los únicos que nos preocupamos por curar trastornos pesadillescos, por ofrecer a los pacientes una especie de catarsis, de desahogo, de revancha contra sus terrores. No hay otra rama de la medicina que se ocupe de estas cuestiones.
—¿Y la psicología? ¿Los psiquiatras?
—¡Bah! Puras fantasías, esas. ¡Como si pudieran curarse enfermedades hablando! ¿Se da cuenta de lo tonto que suena? Son charlatanes, simplemente, charlatanes que cobran por hora... es la estafa perfecta. Nuestro enfoque es más directo, más efectivo, e igual de costoso: los pacientes con pesadillas crónicas se registran en la clínica, se internan cuando lo creen necesario, y nos encargamos de extirpárselas.
—¿De qué forma?
—Bueno, eso puede variar. Usualmente, el personal a cargo reproduce la pesadilla en cada mínimo detalle para que el paciente pueda vencerla y sacarla de su sistema. Así de fácil, e infalible: no hay paciente que salga del edificio con más terrores que los que trajo. Estarán internados meses más, semanas menos, pero finalmente lo logran, y vuelven felices a sus camas.
—Hasta que sufren una recaída.
—Ya conocerá el placer de escuchar nacer una nueva pesadilla en la noche. No tiene igual.
Y lo obliga con un apretón de manos a preguntar cuándo comienzan sus nuevas funciones.
—¿Cómo que cuándo empieza? Este es su primer día, compañero. Vamos, no haga esperar a su cliente.
No lo hace, y ni bien cierra la puerta del cuarto asignado, un sentimiento de angustia sube y lo atraganta. Jamás, en sus años de estudio, de prácticas, de crisis, imaginó que su carrera comenzaría dentro de un traje acolchado de banana. Su paciente, una vieja gordísima, del otro lado de la sala, reacciona al verlo entrar: toma su batidora y la enciende al máximo, estirándose como loca para alcanzar su terror.
—¡Puré, puré, puré!
Pero no llega. La vista de la mujer desenfrenada, de la gorda viejísima gritando con una batidora eléctrica y estirándose con todas sus fuerzas para reducirlo a puré lo despierta, le diluye la angustia. Agitado, se refugia en un rincón del cuarto, justo detrás de la ventana, a salvo por la longitud del cable que sale del electrodoméstico. Al personal clínico no le proveen métodos defensivos, a menos que la situación pesadillesca lo requiera.
—¿Buenos licuados, rica en potasio? ¡Já, puré!
Con sus clientes, la clínica es generosa: están allí para curarse, para lograr vencer sus temores y dejar lugar a otros nuevos. Un conveniente cable de alargue cae de un agujero del techo y permite continuar con el proceso de extirpación. Su pánico, su sudor dentro del traje acolchado es indescriptible.
—Ahora no sos tan valiente, ¿eh? ¿Te gusta el puré, te gusta?
Relajada por el alargue, la gorda gordísima camina hacia el rincón, alternando la velocidad de la batidora como una motosierra. Arrastra los pies, mirando hacia abajo, susurrando el destino de la fruta gigante que tantas veces la persiguió y devoró en sueños. Disfruta cada paso de su revancha. La banana, por su parte, corre en círculos, desesperada por la idea de su carne magullada y batida hasta puré.
—¿Cómo que no? ¡Si a mi me encanta!
Y esquivando la escasa movilidad de la vieja viejísima, corre hasta la puerta e intenta abrirla: gira, golpea, patea, putea, y no cede. Del otro lado, con un reflejo amarillo en los lentes, el único empleado con derecho a oficina sonríe al hacer sonar su manojo de llaves plateadas.