Parecen ingenieros, con sus cascos amarillos y sus batas impecables, planeando grandes máquinas, edificios completos, puentes de metal. Pero no. Ni cerca. Son los responsables, los odiados, los temidos: los inspectores de sanidad. Examinan cada hueco, cada tuerca, con ansias clausurantes. Les arde su faja de etiquetas rojas, les quema en los cinturones con cada paso que hacen codo a codo, casi agarrados de las manos: un pelo retorcido alcanza para desenvainar las biromes. Disfrutan su trabajo, y sobre todo cuando visitan fábricas de chocolate.
El empleado, por más entrenamiento y recomendaciones aprendidas de memoria, suda y mancha íntegra su camisa celeste al guiar las instalaciones. Se derrite, chorrea mientras caminan frente a esa puerta cerrada, la única prohibida de todo el lugar. Intenta excusarse:
—Disculpen, señores, pero esta sección del establecimiento está siendo rediseñada, y no pudimos ponerla a punto para su examen. Seguro comprenderán que continuemos el recorrido en la dirección contraria.
El más experimentado, el de las canas, da un paso adelante. Los otros seis parecen uno solo, exceptuando la de los zapatos de mujer. Le gruñe:
—¿Usted tiene una idea aproximada de la cantidad de excusas que escuchamos en nuestras horas de trabajo? Las conocemos todas: que refacciones, que reorganización, que imprevisto, que ratas en tratamiento, que cucarachas desinfectadas… no nos venga con explicaciones baratas. Ahórrese los argumentos, y abra la puerta. No hay nada allí que pueda sorprendernos.
El otro, más que chorrear, salpica. Suena cada uno de sus dedos luego de entregar la llave, y se sienta en el piso sucio, frotándose el índice dolorido, mientras abren la puerta.
Quedan petrificados. No pueden reaccionar. Sus batas blancas no se mueven ni un centímetro. Veinte monos con vinchas verdes, cada uno en un cubículo y con una máquina de escribir enfrente, tipean sin parar: de vez en cuando emiten algún sonido característico o muestran la totalidad de su dentadura, pero el resto del tiempo se dedican a apretar las teclas, arreglar el desfase del rodillo, recargar papel o corregir con pintura blanca. Todos tienen una pila de hojas a su lado, repletas de lo que parecen oraciones. Nada los distrae. Nadie los molesta. Y parecen disfrutarlo.
El guía intenta levantarse, casi temblando, para notificar la falla en su misión. Lo interceptan, lo canosan:
—¿Rediseño, eh?
—Señor, le aseguro que tenemos una explicación para esta sala, una muy buena… y perfectamente racional. ¿Escuchó hablar alguna vez del teorema de los infinitos monos?
Ellos ya tienen sus etiquetas despegadas y listas para clausurar.
—Todavía nos quedan varios establecimientos por visitar. No tenemos tiempo para escuchar sus delirios… admita el error para que podamos seguir con nuestro trabajo.
—Espere, escúchenme. No es un delirio. El teorema es simple: afirma que un mono presionando teclas al azar escribirá, casi seguramente, si le dan su tiempo, todas las obras de Shakespeare.
—…de Shakespeare.
—Por supuesto: es lógico. En realidad, puede ser Shakespeare, como Sartre, Saki… el que quieran.
—¿Los monos solo escriben obras de autores con apellidos que empiezan con S? ¿Qué clase de teoría es esa?
—¡No! No es el autor lo que importa, nunca lo es. Los monos pueden reescribir cualquier libro, si el tiempo no es un problema. Eso es lo que investigamos en esta área de la fábrica. ¿Conoce nuestros chocolates en forma de corazón?
—Sí, rellenos de algo parecido al maní. Traen esos poemas tan útiles.
—Exacto. Lo que ven ahí dentro es nuestro último avance en la tercerización de versos. Verán, los artistas encargados de escribirlos se han vuelto un poco… pretenciosos. Por la inmensa distribución de sus creaciones, se creen importantes, autores respetados, los más grandes best-sellers del momento. ¡Y exigen cobrar acorde a ello! ¿Pueden creerlo? ¡Como si tuvieran algún derecho! Los monos van a demostrarles qué fácil es reemplazarlos.
—Déjeme ver si entendí bien… ¿me está diciendo que la solución perfectamente racional que implementaron fue la de entrenar veinte monos, encerrarlos en cubículos y obligarlos a tipear todo el día para que eventualmente escriban versos aceptables al azar?
—¡Claro! ¿No es genial? Casi no se quejan, y tenemos un jugoso convenio con la industria bananera. La diferencia entre los versos originales y los de los primates es mínima, y en algunos casos la calidad es superior.
El canoso cierra despacio la puerta y se quita con cuidado los anteojos, empañándolos con su aliento, limpiándolos con la manga de su bata blanca. Medita con una mano en el mentón, haciendo honor a su apariencia de ingeniero, apenas mordiendo su comisura izquierda. Los demás esperan ansiosos, y el empleado simplemente desespera. Cinco minutos, hasta que por fin quiebra el silencio.
—Imagino que están vacunados.
Y el guía sonríe aliviado, suspirando un por supuesto.